Amélie Nothomb retratada para ‘SModa’ en 2012.Pablo Zamora

Sabemos que el invierno termina porque Anagrama publica, con impecable traducción de Sergi Pàmies, la última novela de Amélie Nothomb. La leyenda es que la escritora belga termina varias al año. Y que al final, elige una. Así, prudentes en el formato ―desde hace casi dos décadas apenas necesita más de cien páginas―, sus novelas son tan ambiciosas en el viaje mental como en el disfrute vital ―por dramáticos que puedan en ocasiones ser los hechos que encierran, no hay novela suya sin celebración de estar vivo―. Así las cosas, en el día de Sant Jordi, permítanme celebrar libros y arquitectura de su mano. No se trata solo de que Nothomb sea una de mis escritoras favoritas. Lo importante es que siempre hace pensar. Y siempre hace sonreír. No hay vez que no te enseñe algo, y lo habitual es que celebre, a lo grande, la fantasía y la inteligencia. Es tan lista que hace que sus lectores participen de su audacia y se sientan más listos que tontos. Nothomb celebra lo mejor de la vida, pero nunca a sí misma. Jamás utiliza una palabra de más. Y siempre te libera de algún prejuicio.

Así las cosas, con Los aerostatos Nothomb viaja a su ciudad: Bruselas. Allí se recluye en dos casas. La primera la ocupa una protagonista, una estudiante universitaria. La segunda, un estudiante de instituto. Los dos viven con cierto temor. O fastidio. La universitaria convive con una chica de su edad. Es la dueña del piso o actúa como tal: la que realquila habitaciones. Como persona responsable, es escrupulosa, ordenada, cartesiana e… insoportable. Está claro que es la encargada del orden y no le falta razón para imponerse. Pero su idea del orden asfixia. Es el orden que sostiene la organización de las personas cuadriculadas. Esa organización ajena funciona por contraste. Le permite a la protagonista ver sus propios defectos ―el descuido― y los ajenos ―el control obsesivo―. Todo esto lo cuenta Nothomb con descripciones. Sin juicios. Narrando detalles domésticos: cómo dejas la toalla en el baño. Si cierras o no los botes de los geles…

La otra casa belga es la de un millonario que vive con su hijo y con su mujer. Aunque la presencia de la mujer es imperceptible. Eso es un gran dato. En esta casa la estudiante desordenada ―convertida en profesora de clases particulares― alcanza otra visión más atónita que miedosa. Los muros espían. La riqueza abruma. Y la libertad encuentra espacio más allá de la casa, fuera, escapando el confort que es control. Eso sí, el estudio la lectura, solo pueden realizarse en la casa: sin urgencias, sin problemas, con libros, con luz, con cierta comodidad. Con dinero. Con el dinero de quien controla.

Portada de la edición de Anagrama de 'Los aerostatos'.
Portada de la edición de Anagrama de ‘Los aerostatos’.Anagrama

La Bruselas de Nothomb es una ciudad bonita. “Curiosamente tiene que hacer muy buen tiempo para que se note”, apunta la escritora. “Casi todas las casas dan a ambos lados. Cuando hace sol, la luz atraviesa las habitaciones y entonces Bruselas aparece construida con rayos”. Los aerostatos, esos aparatos que buscan ligereza, afloran en las páginas de esta novela densa y arquitectónica, metafóricamente. Contrastan con el bullying y la envidia; con la paternidad ejercida como responsabilidad y control. Los aerostatos pertenecen al pasado y a la vez hablan de necesidades futuras, inminentes: la ligereza, el sueño, el escape que, también, ofrece la lectura. “Mi padre dice que no tiene tiempo para leer, pero sí tiene tiempo para acumular libros y hacérselos elegir a expertos. Mis padres cuando no son anfitriones comen cualquier cosa y se pasan los días y las noches en la nada. La casa es suntuosa porque les gusta organizar fiestas, pero a mi padre y a mi madre les importa un bledo, lo que ellos denominan pomposamente su arte de vivir: los muebles, hermosos, los libros, la bonita vajilla, las escenas refinadas no son para ellos. Son para los invitados. Mi padre desprecia a mi madre y ella ni siquiera se da cuenta”.

Este retrato psicológico-arquitectónico está puesto en boca de un alumno de 16 años, disléxico, que no ha terminado un libro en su vida y que, por arte de hablar con la persona indicada, comienza a devorarlos. La carencia es indicadora de sus límites. Explica que sus padres tienen una casa-escaparate para encerrarse en sí mismos. “Se encierran en sí mismos, lo cual es la definición de la idiotez”. Y a la vez… él vive encerrado. Es cierto: la literatura no es un arte para poner de acuerdo a la gente.

Cuando estamos solos somos como somos. Nothomb describe que la manera de estar sola de su protagonista consiste en encerrarse en su mundo: no forma parte del rebaño, no busca ser como los demás ni jurar lealtad a los cabecillas ni tampoco oponerse a ellos. No necesita que nadie la salve. “Es usted quien tiene el poder de salvar”, escribe. “Usted y yo somos seres delicados nacidos en un pueblo de brutos”. Y concluye: “Me gusta la soledad, la única razón válida para abandonarla es el amor”.

Nothomb escribe que “la juventud es un talento, se necesita tiempo para adquirirla. Muchos años más tarde por fin me convertí en una persona joven”. Anota que tenemos vida cuando sentimos deseo. Y concluye con una anécdota que la retrata como escritora. Es sobre Cézanne.

El pintor tenía un amigo al que todo el mundo consideraba estúpido, sin interés. Un día que no estaba presente ese amigo, su entorno le preguntó a Cézanne cómo podía sentir amistad por un tipo como ese. Puesto entre la espada y la pared, acabó por responder: “elige bien las aceitunas. Yo no sé nada de aceitunas. Está muy lejos de ser estúpido y sin interés. Cuando llega aquí es como si la vida desembarcara”.

Hasta que sepamos elegir bien las aceitunas. Nos quedan las casas, y nuestra manera de habitarlas, para ponernos a pensar.

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