Algunos de los periodistas que, a finales de 2010, trabajaron con la mayor filtración de documentos a la que había tenido acceso hasta la fecha EL PAÍS ni siquiera conocían aquel sótano situado en la planta -1 de la sede del periódico en Madrid. El 1 de noviembre de aquel año, el excéntrico editor australiano Julian Assange, cofundador del portal de filtraciones Wikileaks, había invitado al periódico a unirse a The Guardian, The New York Times, Le Monde y Der Spiegel en una macroinvestigación con miles de cables diplomáticos estadounidenses. Tres pisos por debajo de la redacción se puso en marcha un equipo con decenas de reporteros, muchos llegados con recato de corresponsalías de medio mundo, sin saber siquiera a qué se enfrentaban.

Había que trabajar contra el reloj para desentrañar algunos de los secretos de la política exterior estadounidense antes del 28 de noviembre, fecha de publicación. Lo que allí sucedió fue un esfuerzo de colaboración entre periodistas y medios internacionales sin parangón. El fenómeno Wikileaks, sacudido hoy por la liberación de Assange tras un acuerdo con el Departamento de Justicia de Estados Unidos por el que el exhacker asume haber violado la ley, había llegado a su cima, una pica en Flandes para un nuevo tiempo en el periodismo de filtraciones e investigación.

El material que Wikileaks puso a disposición de estas cabeceras, y por el que Washington ha perseguido durante más de una década a Assange, fue tal que obligó a establecer mecanismos para garantizar la total confidencialidad del proyecto. Nadie, ni fuera ni dentro de aquel sótano, podía conocer de qué se trataba. Los documentos, más de 250.000 telegramas del Departamento de Estado, solo podían trabajarse en aquella habitación y nunca traspasar sus puertas. La comunicación con el equipo de Assange, entonces de 39 años, se hizo a través de un sistema de mensajería encriptado. Un método al que no estaban acostumbradas por entonces algunas redacciones, pero que más de 13 años después se aborda con mayor naturalidad.

EL PAÍS fue el último de los cinco medios implicados que recibió los papeles. El desafío, en tan solo unas semanas, fue mayúsculo. La dirección del proyecto necesitó implicar a un equipo técnico para que aquellos miles de archivos en texto plano, los telegramas, fueran digeribles por los periodistas. Las cabeceras tuvieron que lidiar con las presiones y versiones de la parte involucrada, la Administración de Barack Obama. El portal de Wikileaks fue víctima además del pirateo informático. Finalmente, un error de distribución llevó algunos ejemplares de la revista alemana Der Spiegel a los quioscos antes de tiempo. El lanzamiento tuvo que adelantarse.

Investigación en la Red

A las siete de la tarde, la información que durante los últimos años ha mantenido a Assange entre rejas estaba en el aire. Hablaba de espionaje, maniobras ocultas y corrupción; de dirigentes como el ruso Vladímir Putin, el venezolano Hugo Chávez, el iraní Mahmud Ahmadineyad, el francés Nicolas Sarkozy, el chino Hu Jintao, el italiano Silvio Berlusconi, la alemana Angela Merkel… Sentó, además, otro precedente: una exclusiva histórica se publicaba en primer lugar en internet. La Red era el hábitat de Assange, editor, periodista y hacker, y allí fue donde golpearon en primer lugar muchas de sus filtraciones.

No fue ni el primer ni el último éxito de Wikileaks. El portal nacido en 2006, de la mano de Assange y del que entonces era su colaborador más cercano, el ciberactivista alemán Daniel Schmitt (pseudónimo de Daniel Domscheit-Berg), ya había aireado miles de papeles de EE UU sobre las guerras de Irak y Afganistán. En abril de 2010, unos meses antes de que Assange compartiera los papeles diplomáticos, la web publicó el vídeo grabado por un helicóptero estadounidense durante un ataque en Bagdad en el que murieron 11 iraquíes, entre ellos, un fotógrafo de la agencia Reuters. Un año después de esto, aún con la resaca tras el lanzamiento de los telegramas diplomáticos, EL PAÍS volvió a ser partícipe de una nueva filtración del portal, en este caso, de más de 700 ficheros sobre la cárcel de Guantánamo.

La artillería informativa con la que contaba Wikileaks era ya directamente proporcional a las sombras que empezaban a gobernar la figura de Assange. Una de las máximas de trabajo en lo que se conoció como Cablegate, suscrita por los cinco rotativos, fue proteger la seguridad de las personas citadas en el caso de que la aparición de su nombre supusiera un riesgo. Así se hizo. No obstante, casi un año después de la publicación de los papeles del Departamento de Estado, en septiembre de 2011, el editor australiano decidió publicar todos los telegramas sin proteger a las fuentes. Los cinco periódicos que recibieron la filtración firmaron un comunicado de condena, una primera grieta en la colaboración entre Assange y la prensa.

En paralelo a las filtraciones de Wikileaks se inició la persecución judicial contra el australiano, primero por dos acusaciones de agresión sexual en Suecia y, posteriormente, a través de la gran causa de espionaje abierta en EE UU por el Cablegate. Algunos de los colaboradores más cercanos de Assange, como Domscheit-Berg o los islandeses Birgitta Jónsdottir y Herbert Snorrason, abandonaron el proyecto por discrepancias con él. EL PAÍS estuvo en contacto con los tres durante aquellos años. Pese a que no compartían su gestión ―Domscheit-Berg y Snorrason pusieron en marcha sin éxito un nuevo proyecto, OpenLeaks―, siempre condenaron la cruzada judicial en su contra.

El trabajo en 2010 de estas cinco cabeceras con los telegramas del Departamento de Estado facilitados por Wikileaks sirvió, al menos, para dos cosas: en primer lugar, para abrir de nuevo la puerta a los llamados whistleblowers o gargantas profundas, los informantes que, como la soldada Chelsea Manning, origen de esta macrofiltración, quieran hacer público las actividades ilícitas de la organización para la que trabajan ―la Unión Europea aprobó precisamente una directiva para la protección de estas personas a finales de 2019―.

En segundo lugar, el Cablegate lanzó una nueva era de periodismo de colaboración entre grandes medios, a priori competidores, para trabajar en proyectos de investigación. A Manning le siguió en 2013 Edward Snowden, exanalista estadounidense de la agencia de espionaje NSA que filtró información sobre el programa de vigilancia global de EE UU a los diarios The Guardian y The Washington Post. Tres años después, otra alianza de medios publicó los llamados Papeles de Panamá a partir de documentos de una firma de abogados panameña especializada en paraísos fiscales. El análisis de esta filtración contó con la colaboración del Consorcio Internacional de Periodistas de Investigación (ICIJ, en sus siglas en inglés).

En 2021, el ICIJ coordinó, con la colaboración de un equipo de EL PAÍS, junto a periodistas de 17 países, la investigación de una filtración de 11,9 millones de archivos internos sobre fiscalidad opaca, los Papeles de Pandora, uno de los mejores ejemplos hasta la fecha de este nuevo panorama de filtraciones e investigación con el que Wikileaks y Assange sacudieron el periodismo aquel noviembre de 2010, desde el sótano de la redacción al mundo entero.

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