La música de Bach nos engrandece y empequeñece a un tiempo. Enfrentado a su genio, casi cualquier ser humano parece, por comparación, insignificante. Sin embargo, al escuchar sus obras logramos trascender de algún modo nuestra condición terrenal y elevarnos a alturas que creíamos fuera de nuestro alcance. De los numerosos retos que Bach se autoimpuso, desde muy joven y hasta el final mismo de su vida, quizás el más formidable de todos fue el desafío que decidió afrontar en su segundo año de estancia en Leipzig, la ciudad donde no fue feliz y que —según confesó a un amigo de la adolescencia en 1730— quería abandonar para mudarse a otro destino más propicio, pero que acabó siendo el escenario de los últimos 27 años de su vida y, por tanto, el lugar donde vio la luz toda su producción de madurez. El desafío consistía en componer un ciclo completo (es decir, que incluyera todos los domingos y fiestas del calendario litúrgico anual) de cantatas corales, cuya principal seña de identidad es que han de tomar necesariamente como material obligado la melodía y el texto de un coral protestante.

Es más que probable que la decisión guardara relación con el hecho de que en 1724 —el año en que dio comienzo la gesta— se conmemorara el segundo centenario de la publicación por parte de Lutero en Wittenberg (ahora rebautizada como Lutherstadt Wittenberg, a apenas media hora de tren de Leipzig) del primer himnario de la reforma religiosa que él abanderó. Aquella publicación de 38 himnos en 1524 fue como la mecha que prendió lo que acabaría siendo la velocísima difusión de sus ideas gracias al empleo de la lengua vernácula en la liturgia: con sencillas melodías por grados conjuntos fáciles de cantar y el talento poético (y musical) incomparable de Lutero, estos corales se convirtieron en la espina dorsal de la nueva música luterana.

Y desde el 17 de junio de 1724 (primer domingo después de la Trinidad) hasta el 25 de marzo de 1725 (fiesta de la Anunciación), sin más respiro que el que proporcionaban las primeras semanas de Adviento (un tempus clausum en Leipzig en el que no estaba permitida la interpretación de música elaborada en las iglesias), Bach compuso una nueva cantata a partir de uno de estos corales, de los que al menos la primera y la última estrofa habían de formar parte de los coros inicial y final. El proyecto unitario no pudo culminarse hasta el Domingo de Trinidad de 1725 porque, con toda probabilidad, Bach se quedó sin libretistas que le proporcionaran los imprescindibles textos, por lo que a partir de la última fecha citada prosiguió la composición de cantatas sin esa obligación autoimpuesta de basarlas estrictamente en un coral.

Por este motivo, cuando se conmemora el tricentésimo aniversario de esta colección única de 39 cantatas (y el quingentésimo de la publicación de Lutero), todas ellas se han programado en el Bachfest de Leipzig, la ciudad donde se compusieron y sonaron originalmente por primera vez. Bach tenía entonces 39 años y aún no era presa del desencanto que se apoderaría de él pocos años después. El asombro que produce constatar las mil y una soluciones diferentes que supo encontrar para afrontar la tarea que se había autoimpuesto, sobre todo cuando se tiene el privilegio de poder escuchar en unos pocos días lo que entonces fue gestándose durante varios meses, es difícil de expresar: no solo no parece que su creatividad decayera un momento, semana tras semana (o día tras día, ya que en Navidad compuso y estrenó hasta seis cantatas diferentes entre el 25 de diciembre de 1723 y el 7 de enero de 1724), sino que tanto su arsenal de recursos como su inspiración se adivinan virtualmente inagotables.

Para dotar a la celebración de un carácter más ecuménico, y haciendo también de la necesidad virtud, se ha invitado a coros y sociedades Bach de todo el mundo a interpretar estas obras en Leipzig, un plan que se remonta a la edición de 2020, que hubo de suspenderse por la pandemia y que tenía como lema We Are Family (Somos Familia). Ahora se ha recuperado buena parte de aquella iniciativa y Michael Maul, el incansable director artístico del festival, ha cambiado el título por CHORal TOTAL, jugando con la doble idea del coral como presencia ubicua en las cantatas y de la participación en estos 16 conciertos de coros llegados de Japón, Australia, Estados Unidos, Malasia, Suiza, Paraguay, Países Bajos, Alemania y, sí, España. La mayoría de estos coros y agrupaciones que tienen en Bach a su denominador común están integrados por músicos e instrumentistas aficionados. Muchos de ellos llevan (e incluso cantan en las iglesias) la camiseta de We Are Family y es fácil verlos también estos días paseando por las calles de Leipzig junto con miembros de otros coros llegados de Paraguay, Francia, Bélgica o Letonia que han ofrecido conciertos fuera del ciclo de cantatas corales.

Sociológicamente, los coros son también muy diferentes. Los de EE UU (hasta tres cantaron el pasado martes, procedentes de Portland, Chicago y San Diego), por ejemplo, están integrados mayoritariamente por personas mayores, mientras que el de Malasia lo formaban en exclusiva jovencísimos cantantes (e instrumentistas). Ni que decir tiene lo que supone para todos ellos la posibilidad de cantar la música de Bach en la Thomaskirche o la Nikolaikirche, las dos iglesias principales de la ciudad y el eje central de la actividad profesional del compositor durante sus años en Leipzig. Abundan, por supuesto, los selfis y las caras de entusiasmo. Y artísticamente, como es natural, ha habido resultados para todos los gustos, pero en el diseño de esta conmemoración primaba claramente el qué sobre el cómo. De ahí también que en todos los conciertos, y como es habitual en la liturgia luterana, se haya invitado al público a cantar tanto las dos primeras estrofas del coral utilizado en cada una de las cantatas (con el acompañamiento del órgano) como la característica armonización final a cuatro voces de la última estrofa. Se ha regalado para ello a todos los asistentes una partitura impresa ad hoc con todos estos corales editada por Carus y cada cantata sonaba precedida asimismo de un preludio coral organístico (de Bach, siempre que exista, o de otros compositores coetáneos o posteriores, o una improvisación del organista de ese concierto) compuesto a partir de la melodía correspondiente. Implicación total, por lo tanto, del público en unproyecto que ha llenado de caras de felicidad las iglesias de Leipzig estos días y que ha dejado muchas imágenes verdaderamente emocionantes.

La mayor sorpresa, el jueves por la mañana, la han brindado los Cantores y Orquesta del Festival Bach de Malasia, que, al contrario que otros grupos, aportaban los tres elementos necesarios: instrumentistas, coro y solistas vocales (en muchos otros casos se ha contado con grupos instrumentales locales y cantantes alemanes o austriacos para arias y recitativos). Quizá ningún grupo ha cosechado tantos y tan merecidos aplausos. Con un entusiasmo desbordante, interpretaron dos motetes (BWV 229 y 118) y dos cantatas (BWV 92 y 125) con un grupo en el que convivían con naturalidad instrumentos barrocos y modernos, optando por decisiones discutibles (como contraponer desigualmente cuatro solistas vocales al resto del coro en el motete Komm, Jesu, komm). Sin embargo, la Thomaskirche se llenó de caras de emoción y asombro por igual (¿músicos malasios interpretando así la música de Bach?) y los atronadores aplausos finales les llevaron a interpretar, y muy bien, el dificilísimo motete Lobet dem Herrn, alle Heiden, BWV 230, que volvió a desatar tras su brillante Aleluya final otra tempestad de aplausos.

E inmediatamente a continuación, en la Nikolaikirche esta vez, la actuación del Bach Collegium Barcelona se cerró también con un triunfo incontestable. Había caras conocidas tanto en el grupo instrumental (el violonchelista Guillermo Turina) como vocal (Inés Alonso, la soprano de Cantoría), con un coro de tan solo 12 cantantes, tres por voz. Pau Jorquera, que ha sido el único que ha hecho cantar al público el coral conclusivo sin que lo interpretara antes el grupo, como ha sido la norma toda la semana, tiende quizás a un cierto tono enfático y a ralentizar en exceso los tempi, fantasías corales iniciales y corales finales incluidos, a veces contra la lógica de la propia música, pero se nota un trabajo previo muy serio y un buen conocimiento del estilo. Especialmente reseñable fue la extraordinaria actuación de la soprano francesa Maëlys Robinne, aplaudidísima al final, sobre todo en su aria de la cantata Herr Jesu Christ, wahr’ Mensch und Gott, ya que en la de Wie schön leuchtet der Morgenstern (la última de las cantatas corales que compuso Bach para el año litúrgico 1724-1725), con oboe da caccia, se sintió algo más incómoda con la exigentísima escritura vocal. Pero fue en conjunto un concierto con empaque, bien armado, recompensado por el público con una de las reacciones más entusiastas de estos días.

El honor de cerrar el ciclo se ha conferido el viernes por la tarde al veterano Ton Koopman, que será ya octogenario en octubre y que es el actual presidente del Bach-Archiv, la institución puntera en todo lo relacionado con la investigación sobre el compositor alemán y su obra. Pero, como es tristemente frecuente desde hace ya demasiados años, su concierto previo del miércoles en la Nikolaikirche (el decimotercero de la serie) fue un ejercicio perfectamente rutinario, sin apenas noticias de la emoción que dimanó de los ofrecidos por muchos grupos de aficionados. Sus instrumentistas y cantantes son, por supuesto, profesionales de una calidad incontestable, muy superior a la mostrada por la mayoría de los conjuntos instrumentales y coros de estos días. Pero eso no garantiza nada (lo que para ellos es simplemente un concierto más –o uno menos–, para malasios, barceloneses, australianos o paraguayos era el concierto), salvo que el nombre del neerlandés hizo que se llenara por completo la iglesia y que el público prodigara al final aplausos quizás un tanto inmerecidos. El rompedor clavecinista, organista y director que lucía en su juventud una generosa melena y una larga barba muy en consonancia con los revolucionarios del 68, ha devenido ahora en algo muy parecido a un patriarca funcionarial, sin pelo, barba incipiente y una serie de tics y sonrisas repetidos ad infinitum, a pesar de que es capaz de seguir prodigando clase y talento cuando toca el continuo al órgano en los recitativos y arias. Klaus Mertens, presencia obligada desde hace décadas en todos sus conciertos, constató una vez más que nunca ha sido un bajo (un barítono, en el mejor de los casos) y, a sus 75 años, ya no está tampoco para cantar según qué cosas. Por salvar algo de un concierto infinitamente plano y tedioso, quedémonos con el poético solo de violín de Catherine Manson en la cantata In allen meinen Taten.

Estos primeros días de festival han dado para mucho más, como la integral de las Sonatas y Partitas para violín solo que Leonidas Kavakos ha tocado en dos conciertos en la Nikolaikirche y la Thomaskirche. En este último, la noche del lunes, junto a la tumba del compositor, se mostró demasiado mecánico, primando la técnica sobre la recreación de una música que demanda mucho de su intérprete, especialmente en los movimientos monódicos que requieren recrear la polifonía agazapada entre las notas. Se mostró también muy parco (mucho más que en su grabación) en la ornamentación de las repeticiones (que respeta siempre) y solo ahondó verdaderamente en la música de la Partita núm. 2, probablemente por haberla interpretado más en público. El control y la calidad del sonido que obtiene de su Stradivarius son de altísima escuela, aunque la sensación final es la de haber asistido más a una clase magistral de ejecución violinística que a una interpretación bachiana honda y compleja.

En su afán de explorar nuevas vías de acercarse a la música de Bach, el Bachfest ha programado la ópera Die Apokalypse, basada en el episodio herético protagonizado por el anabaptista Jan van Leiden, autoproclamado Rey de la Nueva Jerusalén en Münster, en 1534. Una iniciativa conjunta de la Sociedad Bach Neerlandesa y Opera2Day, ya estrenada en enero de este año en La Haya, parte de un libreto muy inteligente de Thomas Höft (bien conocido por los asiduos al Festival de Música Antigua de Utrecht) que se adecua sílaba a sílaba, y acento tras acento, a los textos originales de las muchas músicas de Bach que se utilizan, casi a la manera de una moderna parodia, con transiciones e introducciones compuestas, también con gran ingenio, por Panos Iliopoulos. Los fragmentos escogidos de la Misa en Si menor y una de las misas breves, la Pasión según San Mateo, el Oratorio de Navidad, el Magnificat y numerosas cantatas sacras demuestran, por si alguien lo dudaba, que la música de Bach contiene intrínsecos elementos operísticos, aunque publicitar Die Apokalypse como “La ópera que Bach jamás escribió” se antoja un buen reclamo comercial, pero poco más. Tanto la puesta en escena de Serge van Veggel como la musical de Hernán Schvartzman mantienen en todo momento el interés del espectador. Del excelente reparto han destacado el tenor Florian Sievers (un gran Evangelista en las Pasiones bachianas) como el iluminado protagonista y Michaela Riener como su mujer, Maritje, con mención especialísima para el actor Jobst Schnibbe, quien, además de interpretar el personaje de Heinrich Gresbeck, hace también las veces de narrador. Representada en la Ópera de Leipzig ante un público mayoritariamente joven, Die Apokalypse es una opción muy a tener en cuenta para poder escuchar música de Bach en un teatro de ópera, por más que algunos se rasguen las vestiduras de solo imaginarlo.

Nacido en Austria e hijo de un pastor protestante, el tenor Daniel Johanssen ha tenido la feliz ocurrencia de entrelazar varias canciones de Winterreise de Franz Schubert con una selección de cantatas de Bach con las que comparten imágenes, palabras o, sobre todo, estados de ánimo. Acompañado por un cuarteto de cuerda y, en tres de las arias, con una trompeta tocando en valores largos la melodía de un coral que se entrelaza con la parte solista, Johanssen plantea una convivencia intrépida pero eficaz, que arranca con el emparejamiento de Gute Nacht, o Wesen (del motete Jesu, meine Freude) y el Lied que da comienzo a Viaje de invierno, titulado precisamente Gute Nacht, y que se cierra sin que, por una vez, el anciano y espectral zanfonista tenga la última palabra, ya que Der Leiermann va seguida del aria Bleibt, ihr Engel, bleibt bei mir, con el solitario caminante católico guiado por ángeles protestantes hacia quién sabe dónde. Johanssen es un tenor muy lírico que, curiosamente, da lo mejor de sí cuando se adentra en vericuetos más dramáticos. Tuvo tanto en el Cuarteto Atalante (su violista, Thomas Koslowsy, es el responsable de las instrumentaciones) como en el trompetista Konrad Krajewski a unos socios empáticos y eficacísimos. Conciertos como este son los que dan sentido a un festival, que debería ser siempre un laboratorio de nuevas ideas y asunción de riesgos.

Además de conciertos, en Leipzig se suceden estos días las conferencias a cargo de los mayores expertos bachianos, los diálogos del incansable Michael Maul (en cuyo espejo deberían mirarse los directores de muchos festivales españoles) con algunos de los artistas invitados de estos días y los servicios litúrgicos con música. Como afirmó el jueves por la tarde en uno de sus diálogos el crítico de cine Knut Elstermann, “en mi familia somos ateos, pero todos hemos creído siempre en Bach”. Aquí en Leipzig reina decididamente esta semana el culto a San Bach, por decirlo a la manera del compositor argentino Mauricio Kagel, que compuso en 1985 su Sankt-Bach-Passion. Se atribuye a Beethoven la frase de que Bach (“arroyo” en alemán, una presencia decisiva, por cierto, en La bella molinera de Schubert y en parte también en Viaje de invierno), más que un arroyo, es un mar. Y ya lo escribió el gran Giacomo Leopardi: “e il naufragar m’è dolce in questo mare”.

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