Aquella cabellera de la juventud, que era puro fuego, se ha apagado. Víctor Claver (Valencia, 35 años) llegó a su despedida del baloncesto, tras 18 temporadas en la élite, con el pelo encanecido y la barba roja, eso sí, como el pirata. A su derecha estaba Andrea, su mujer, y encima de sus piernas, Hugo, un niño pelirrojo a más no poder al que el ala-pívot del Valencia Basket y la selección española intentará educar como su padre hizo con él.

Su padre, que murió de cáncer, era conocido como Paco en el balonmano, deporte en el que llegó a ser profesional como jugador del Marcol y como entrenador (llevó al Alzira a ganar la Recopa); y como Javier en el colegio Maristas, donde era el jefe de estudios y un querido profesor de Física y Química. Él guio los primeros años de aquel hijo al que no convenció el balonmano y que despuntó rápidamente en las canastas del patio de aquel colegio del ensanche. Aquel hombre, muy conocido en los ambientes deportivos de la ciudad, se convirtió en la sombra de Víctor: despachaba a los representantes de los grandes clubes españoles en un bar y luego pagaba la cuenta para no deberles nada; le exigía al chaval que no decayeran los estudios, y le prohibió cambiar de coche cuando alcanzó un cierto estatus. Si seguía funcionando, no había motivo para dejar de usarlo.

Paco, o Javier, Claver murió de un cáncer en 2011, con solo 52 años. Se lo perdió casi todo. Su llegada a la NBA, a los Portland Trail Blazers, donde no encajó y pasó de puntillas. Su regreso a Europa en un par de equipos rusos -Khimki y Lokomotiv Kuban- antes de fichar por el Barcelona, donde jugó entre 2016 y 2021, el año que decidió que ya estaba bien de ir dando tumbos por el mundo, que quería volver a casa, a la Fonteta, donde estuvo hasta este año. Tampoco pudo vivir sus años con la España que disputó la final olímpica en Londres 2012, que ganó tres Eurobasket y que se proclamó campeona del mundo en 2019 con él como puntal.

La selección española al completo, con Sergio Scariolo a la cabeza, aprovechó que está disputando el preolímpico en Valencia para estar en el homenaje de despedida celebrado en la Alqueria del Basket. También le acompañaron viejos amigos como Víctor Luengo, capitán de aquel Pamesa campeón de Copa en 1998 y su protector cuando llegó al primer equipo, Pau Ribas o sus grandes compañeros de la selección: Ricky Rubio y Sergio Llull. Otros mandaron un mensaje de vídeo. “Ha sido un gran compañero que siempre pensaba en el equipo”, dijo el base belga Sam Van Rossom. Una frase casi idéntica a la que utilizó Rafa Martínez: “Una persona fundamental para mantener la seguridad y el equilibrio”. De ahí que le llamaran el soldado.

Llull recordó que se enfrentaron por primera vez cuando Claver jugaba en el alevín de la Comunitat Valenciana y él, en Baleares. “Las estadísticas no siempre lo mostraban, pero siempre estabas ahí. Has sido un jugador imprescindible en los títulos de la selección”.

Su unión más fuerte, quizá, la tuvo con Ricky Rubio. El base del Masnou perdió a su madre también por un cáncer. Un dramático nexo de unión que empujó al base, a través de su fundación, a ponerle el nombre de Javier Claver a una sala para pacientes con cáncer en el Hospital Universitario Dexeus, en Barcelona.

El acto lo cerró Claver, muy emocionado y abrumado por el protagonismo que nunca necesitó en las canchas. “Ni el día de mi despedida me siento a gusto bajo el foco”, arrancó delante de personalidades como Elisa Aguilar, presidenta de la Federación Española de Baloncesto; Pedro Martínez, nuevo entrenador del Valencia Basket, o su director general, Enric Carbonell. Luego hizo un rápido repaso por el largo camino recorrido e iniciado, a los siete años, en el colegio Maristas, donde le obligaban, y luego lo agradeció, a jugar incluso de base. Su paso por el Valencia y la selección. Claver le dio las gracias a Scariolo. “Por la confianza y el respeto” que le demostró. “Este soldado está muy orgulloso por haber formado parte de la Familia”.

Fue generoso, como lo fue en la cancha, en su discurso, acordándose del empleado que se ocupa de todo en la Fonteta, Quique, o del psicólogo que le ayudó a mejorar y, quizá, a entender por qué, en Valencia, su tierra, tenía tantos detractores a pesar de todo lo que hizo por el club. “Al principio me daba vergüenza decir que recibía ayuda psicológica porque parecía mostrar debilidad, pero luego entendí que es al revés”.

Las emociones más fuertes llegaron en sus últimas frases, dedicadas a su familia. A su mujer. A su madre (“gracias por ser tan fuerte y por ponernos a todos siempre por delante para que no nos faltara de nada”). Y a su padre: “Espero –le dijo a su hijo, Hugo– que encuentres algo que te llene tanto como a mí. Eso ha sido un privilegio, pero también una responsabilidad. Tu iaio es el mayor culpable de que hoy estemos aquí. Él me marcó los pasos a seguir, me protegió y me guio poco a poco para ser quien soy. Ojalá estuvieras aquí. Gracias, papá”.

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