Ndeye Sarr tomó la decisión de subirse a un cayuco que se preparaba para salir de una playa de Gambia en cuestión de minutos. Al verlo, corrió a su casa, cogió a su hija de nueve años y delegó en la abuela el cuidado del resto de la prole. Se embarcó de repente en una travesía de siete días sin apenas agua porque pensó que solo así podría darle a sus cinco hijos, de tres a 13 años, la vida que ella nunca tuvo. También pensó que todo sería más fácil, que trabajaría, que se realizaría y que ganaría dinero en cuanto pisase suelo europeo. Pero no está siendo así y lo que imaginó que lograría al subirse a esa barcaza colorida lleva nueve meses en suspenso.

El cayuco de Sarr, de 30 años, llegó a El Hierro el pasado 4 de octubre cargado de hombres y de varias madres solas con sus hijos. Casi nueve meses más tarde, la mujer observa la imagen que ilustró aquel reportaje en el que ella y otras mujeres contaban qué les había llevado a meterse solas en esa barca que recorrería 1.700 kilómetros de océano. “No tenía otra opción”, explicó Sarr a EL PAÍS pocos días después de su desembarco. En la fotografía se ve a su hija en primer plano, seria, con la mirada triste y los labios agrietados. La madre aparece con una media sonrisa y con la cabeza cubierta con una toalla azul con la que se escondía el pelo. Sarr se lleva las manos a la cara al recordar ese momento. Se ríe, se ve horrible. “Al verla me siento feliz, pero también algo triste porque me lleva a ese momento”, cuenta en el centro de acogida de un pueblo de Córdoba donde vive ahora.

La amiga que la acompaña y que estuvo con ella en Canarias le arranca el teléfono de las manos, mira la foto y suelta una carcajada. “¡Ha cambiado mucho!”, exclama entre risas. “Antes, ahí, estaba encogida. Ahora está fuerte, tiene hasta otra postura”, describe sacando pecho.

Pero Sarr no está bien, está impaciente y frustrada. Su hija menor, de tres años, cree que se ha convertido en la reina de España y cuestiona cuándo podrá venir a verla. Es una pregunta sin respuesta. Sarr se siente aislada y aunque, como solicitante de asilo, está a punto de obtener el permiso para trabajar, duda de cómo podrá encontrar uno en mitad del olivar en el que vive. La situación del sistema de acogida, desbordado por las llegadas a Canarias —ya van 19.000 en lo que va de año, el triple que el año pasado por estas fechas—, juega en su contra.

Sarr, en realidad, tuvo la suerte de llegar al programa Ödos, de la Fundación Emet, una ONG que se ha especializado en la atención de mujeres con niños que necesitan recuperarse de esos viajes que empiezan mucho antes de subirse a una patera. En ese caserío cuya vida gira alrededor de un patio de baldosas naranjas y césped, las mujeres descansan y se recuperan físicamente de periplos migratorios terroríficos.

Pero el centro se concibió en 2018 para una acogida humanitaria de corta estancia, cuando el escenario era otro. Entonces, las mujeres que llegaban lo hacían a las costas andaluzas y habían enfrentado todo tipo de abusos en Marruecos, el punto habitual de sus partidas. Originarias, sobre todo, de Guinea y Costa de Marfil, su objetivo era normalmente marcharse a Francia por lo que la espera en Ödos significaba un oasis donde las trabajadoras podían identificar perfiles y necesidades, trabajar la prevención de la trata, el acceso, en su caso a la protección internacional y garantizar los derechos de la infancia. Además, el centro se ha especializado en gestionar los complejos casos de niños que llegan con adultas que no son sus madres y que el sistema o tiende a separar o mantener juntas solo en base a un apego positivo.

Ahora, las mujeres y las niñas desembarcan principalmente en Canarias y son, sobre todo, senegalesas y gambianas, que emprenden un viaje más corto porque salen de su propio país. Arrastran igualmente historias de violencia, pero han sufrido menos durante el trayecto. Y tampoco quieren irse necesariamente a Francia, sino quedarse en España.

Aunque puedan parecer banales, todos estos detalles son importantes en la atención y la inclusión de las mujeres. Ahora, el escenario ideal para estos nuevos perfiles es que tras unas semanas, las trasladen a centros o pisos específicos para solicitantes de asilo donde tengan más facilidad para trabajar, estudiar y socializar con su entorno, pero el sistema no tiene plazas suficientes para atender las llegadas y está convirtiendo sitios especiales como este en centros de larga estancia. Un lugar idílico para tres meses deja de serlo cuando se plantea para año y medio.

“La respuesta de emergencia se ha convertido en la norma. Nos toca sostener la realidad y buscar vías para que puedan seguir trabajando hacia la autonomía con las limitaciones evidentes que tenemos”, lamenta Teresa Girón, la directora del centro, que estudia ahora cómo reinventarse. Ödos tendrá probablemente que cambiar de espacio: el caserío aislado, perfecto para la recuperación de un viaje traumático y la identificación correcta de vulnerabilidades, es ahora poco compatible con la nueva vida que buscan mujeres como Sarr.

El ejemplo de lo que se logra cuando hay medios adecuados viajaba en el mismo cayuco de Sarr. Tras cinco meses en el centro Ödos de primera acogida, otra mujer gambiana —que también viajaba con su hija, de tres años— sí logró una plaza en un piso que el programa reserva para solicitantes de asilo con hijos que son víctimas de violencia. Mariama, que pide que no se publique su verdadero nombre por seguridad, huyó del hombre con el que la obligaron a casarse cuando tenía 19 años. Después de tener tres hijos con él, el hombre empezó a acostarse con otras mujeres en casa y castigó con palizas los intentos de Mariama de independizarse. Ella aguantó hasta que agredió a los niños. Solo su hermana la apoyó, así que Mariama también se metió en el cayuco sin pensarlo demasiado.

La luz entra desbordada por todos los ventanales del apartamento donde vive, en el centro de otro pueblo cordobés, con una refugiada colombiana. Mariama vuelve de hacer unas gestiones en el banco y se mete en la habitación que comparte con la niña, que ahora está en la guardería. Tiene un ordenador y varios papeles sobre el edredón. En la pantalla se ve el temario de un curso de ayuda a domicilio. “He sido voluntaria en un geriátrico durante tres meses y me han enseñado mucho”, celebra. “Me gustaría trabajar en esto”. En breve comenzará un curso de competencias digitales y en septiembre empezará a prepararse la Educación Secundaria para Adultos. “Tengo momentos difíciles y es duro porque tengo muchos momentos de soledad”, mantiene. “Pero no me arrepiento de haberme subido a ese cayuco”.

Se acerca la hora de comer y la hija de Sarr, que ha crecido dos palmos en este tiempo, acaba de volver del colegio. Irrumpe en la habitación como un tornado e interrumpe la charla de las mujeres tumbadas en la cama. La pequeña da brincos, se abraza a su madre, le toca la cara y parlotea en español sin parar. Es, sin saberlo, quien da sentido a ese instante decisivo que cambió sus vidas para siempre.

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