De siempre he visto estas fases finales de Mundial o Eurocopa como un trasunto en su desarrollo del teatro clásico, con sus tres partes bien diferenciadas, presentación, nudo y desenlace, con sus consiguientes entreactos. La presentación, claro, es la fase de grupos, en la que concurren todos los equipos, muestran sus perfiles, cantan sus papeles y nos predisponen para asistir al resto de la obra sabiendo quién es cada cual y qué puede esperarse de él o ella. El nudo son los octavos y los cuartos, en los que la trama, desembarazada ya de personajes secundarios, desarrolla su plenitud dramática. El desenlace llega con las semifinales y final, cuando por fin se desvela lo que hemos ido a ver: quién es el asesino, si estamos hablando de Agatha Christie, o quién es el campeón en el caso del fútbol.

Ahora entramos en el segundo acto, en el que ya algunos de los secundarios que aparecieron en el primero han hecho mutis tras recitar su papel. Empezaron 24, sólo quedan 16, ahora enfrentados en una trayectoria determinada según dos cuadros en los que se percibe una descompensación fruto de que Francia no ha cumplido con lo que se esperaba, ha sido segunda y se ha venido al cuadro de Alemania, Portugal y España, dejando un ambiente plácido para Inglaterra e Italia por el otro lado.

Ha sido una de las sorpresas que nos reservaba el argumento, pero no la única. Digamos que la obra va bien, porque pasan cosas que sobresaltan al espectador y despiertan comentarios. Inglaterra no juega un pimiento y a pesar de eso gana su grupo, lo que hace más irritante la figura de Southgate. Tampoco enamora Francia, con Deschamps en el papel de cenizo, y puede decirse que lo más llamativo de sus tres primeros partidos ha sido la fractura de nariz de Mbappé, reaparecido el tercer día con una careta negra. A los aficionados a la historia de Francia les habrá evocado la tan célebre como misteriosa historia del prisionero enmascarado de la Bastilla, contemporáneo de Luis XIV y según Dumas hermano gemelo del mismo, lo que será el motivo de ese encierro de por vida.

Pasan más cosas. Pasa que Alemania intenta jugar sin un nueve de los de siempre y no parece Alemania. Pasa que España lo borda, con Lamine, Fabián y Nico deslumbrando. Pasa que Cristiano se desespera por marcar en su sexta Eurocopa, polarizando para mal el fútbol de los suyos. Pasa que Georgia, debutante en fases finales, sigue adelante gracias precisamente a ganar a Portugal merced a un prodigioso portero, Mamardashvili y a dos estupendos delanteros, Mikautadze y Kvaratskhelia. Pasa que en Austria vuelve a hablarse de Wunderteam después de casi un siglo. Y pasa que Italia cumple una vez más a la perfección su papel de villano asesinando con alevosía, cuando ya caía el telón del primer acto, a Croacia. Privándonos de la presencia entrañable de Modric.

Sí, pasan cosas para comentar durante el entreacto y ahora podemos asistir con el mayor interés al nudo de la obra. El argumento es bueno, los personajes están bien definidos.

Pero nos está fallando el decorado, lo que menos nos podíamos esperar de Alemania, que lo pone. Los enviados especiales se quejan de las numerosas obras en las autopistas y de los retrasos de los trenes, pero eso es algo entre bambalinas que a los telespectadores no nos llega. Pero sí advertimos que bastantes campos no están bien. Los hemos visto resbaladizos. O poco regados, con el resultado de frenar el balón cuando el jugador lo conduce con rapidez, y los hemos visto irregulares, perdiendo filetes entre los tacos de los futbolistas. Campos así eran comunes hace medio siglo, pero ahora son insólitos en el fútbol de primer nivel.

Y estamos asistiendo a un descontrol en el manejo de las aficiones dentro del campo. Menudean los mentecatos que se lanzan al campo para conseguir una foto con su ídolo (un necio se tiró a la escalera del túnel para contactar con Cristiano y acabó en el hospital). Abundan las bengalas. Y se ha extendido la moda majadera de tirar vasitos de plástico a cada lanzador de córner.

La UEFA se esmera mucho en cuidar que estas cosas no se vean en la tele, pero nada en evitar que ocurran. Confía la seguridad dentro de los estadios a unos stewards contratados al efecto, mal pagados y peor instruidos, que se alistan por unas perras, por ir al fútbol de baracalofi y por palpar con suerte la espalda de una figura. Sin atención, sin preparación, sin autoridad, son pan comido para los insanos mentales y gamberros de cualquier signo.

Habrá que multar severamente al jugador que acepte retratarse con un intruso, por lo que tiene de efecto llamada. Habrá que prohibir que los vasos pasen de la galería al vomitorio. Habrá que esmerar los registros a la entrada y que sancionar severamente a las federaciones cuyas aficiones sean incorrectas (las de la zona de los Cárpatos han exhibido aquí sus conflictos), restringiéndoles entradas para ocasiones futuras. Pero hará falta, sobre todo, voluntad para evitar que pasen estas cosas, no sólo para impedir que salgan en la tele.

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