Me preguntaba mi sobrino la semana pasada por la Guerra Fría. Tenía que preparar un análisis para el colegio sobre la tensión que se vivió el siglo pasado entre Estados Unidos y la URSS, poniendo énfasis en el legado que aquella gelidez dicotómica ha dejado a la sociedad actual. Mi respuesta inmediata fue, claro, apuntar al conflicto de Oriente Próximo. Versión moderna con drones e inteligencia artificial. Unas escaramuzas militares entre Israel e Irán, protagonistas de un peligroso baile de paso adelante, paso atrás con la región y el mundo como espectadores en vilo: cohetes, ataques más o menos controlados y avisados, y una competición bélica de primer nivel, carrera de armamento y capacidad militar. Una incertidumbre que amenaza con escalar hasta dimensiones tan arriesgadas que la diplomacia se afana en frenar cualquier atisbo de tercera guerra. Geopolítica congelada a la espera de la próxima agresión, cómo, cuándo, dónde, rememorando aquellos dibujos animados, «Oliver y Benji», que acompañaron a una generación, y que dedicaban capítulos enteros a los movimientos hiperlentos de un balón sostenido en el aire volando en su órbita hacia la portería: trasunto del orden mundial. Después, releyendo el enunciado del ejercicio escolar, concluí que podía interpretarse de un modo más amplio y referirse a una reflexión general sobre los modos de relacionarse en política, sobre la herencia de los bloques ideológicos que se refleja en las divisiones y la manera de clasificarse en «nosotros» y «ellos». En esa polarización tan extendida en Occidente, como reedición de aquellas décadas y que vive y se alimenta de las discrepancias y evita cualquier punto de acuerdo. Sociedades atrapadas en crisis de los misiles diarias. Y mi sobrino estaba impresionado por la cantidad de pulsos que se mantienen hoy en la política, como ligados al estilo retador del siglo XX, y ese asombro le conmocionaba tanto que no había necesidad de descender aún más y contarle todas las pequeñas guerras frías a las que nos enfrentamos, además, en el día a día. Que solo es un niño, y no hay que abrumarlo.

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