La filosofía no es nada sin rigor, claridad y relevancia. Ni en una sola página de su extensa obra traicionó Juan Antonio Rivera su compromiso con esta concepción de la labor filosófica, tan simple como infrecuente. Lo hizo al precio, que él tasaba barato, de alejarse radicalmente de las cuestiones metafísicas, donde a menudo no hay más rigor que en las cuentas que hacemos en los sueños y donde el conocimiento buscado es sospechosamente trivial. Esa concepción operó como antídoto que le protegió frente a los autores de moda en la época en que cursó filosofía en la Universidad Complutense de Madrid, y así se libró, según propia confesión, de perder el tiempo intentando descifrar a vacas sagradas como Adorno o Deleuze, de quienes decía, en el tono jocoso que muy raramente abandonaba, que estaban mal alfabetizados. También de Heidegger se mantuvo a prudente distancia, llevado por la sospecha de que “lo que en su obra no se entiende pudiera no ser más interesante que lo que se entiende”. Esta prudencia no la tuvo, sin embargo, con Marx, otro de los autores reverenciados en aquella época, del que sólo se alejó después de haberlo leído exhaustivamente y ayudado por una cura intensiva de lógica y filosofía analítica.

Mirando ahora hacia atrás me doy cuenta de que no solo sus intereses, sino también el núcleo de su filosofía, estaban ya perfectamente perfilados cuando le conocí en 1987 en Tenerife. La filosofía política y, en un segundo plano, la ética personal eran y seguirían siendo hasta su reciente y repentina muerte hace unos días las dos áreas preferentes de su investigación. Pero lo que lo alejaba del enfoque mayoritario, al menos en España, en las investigaciones filosóficas sobre estos temas era el utillaje científico que utilizaba, basado en la teoría de juegos, la biología evolucionista y la economía. Esta intensa hibridación entre metodología empírica, rigor matemático y preocupaciones filosóficas fructificó poco tiempo después en un breve ensayo titulado Hayek, Tolstói y la batalla de Borodino, el primero de la larga serie que fue publicando en Claves de razón práctica. En él argumentaba que las sociedades son sistemas complejos que tienden a organizarse de manera espontánea; intervenir en ellos, confiando en nuestra capacidad racional de mejorar su funcionamiento, es sumamente arriesgado. Para empezar, es imposible controlar de modo centralizado y autoconsciente lo que se hace bien de manera inconsciente y no coordinada. Las cosas, simplemente, no funcionan así, y cuando se intenta que lo hagan el resultado es catastrófico para las sociedades que se pretende mejorar. No hace falta decir que las víctimas de estos experimentos de ingeniería social no son las naciones ni otras entidades abstractas, sino personas de carne y hueso a las que se priva de su libertad, frustrando su capacidad para satisfacer sus deseos y malogrando miserablemente su vida.

Las virtudes no siempre van unidas: la competencia en una materia nunca ha sido garantía de honestidad intelectual. Por eso es de agradecer que la defensa que hace Rivera del liberalismo, con ser encendida y sólidamente argumentada, no sea nunca dogmática. Su espíritu de rebaño era absolutamente nulo: siempre se mostraba dispuesto a discrepar de aquellos con quienes estaba de acuerdo en casi todo. Esto me lleva a hablar de otro de los temas centrales de su filosofía, que es la importancia del azar en nuestra vida. El ideal racionalista de autocontrol personal no es menos absurdo y pernicioso que la planificación central de la economía y las relaciones sociales. Así lo argumentó a fondo y con un respaldo teórico impresionante, como era norma en él, en El gobierno de la fortuna, su primer libro, construido principalmente a partir de artículos publicados con anterioridad en Claves. Pero también expuso esta misma idea, y de forma deliciosamente amena, en el primero de los libros de divulgación que escribió, Lo que Sócrates diría a Woody Allen. Apoyándose en los argumentos de dos películas, Family Man y Parque Jurásico, nos muestra lo lejos que estamos de ser dueños de nuestro destino, en el sentido que suele darse a esta expresión. La suerte se entremezcla de forma inextricable con nuestras decisiones, y ni siquiera un carácter más o menos tenaz, laborioso o ambicioso es independiente de vicisitudes que no controlamos. Carece de sentido, en consecuencia, apoyar nuestras convicciones liberales en la idea de que merecemos lo que conseguimos cuando actuamos libremente. Rivera siempre defendió que la libertad es el bien superior, pero ello no le llevaba a subestimar la importancia de la fraternidad, que nos conmina a echar un cable a los perdedores de la sociedad y a reequilibrar parcialmente las desigualdades que trae consigo la siempre caprichosa fortuna. Siempre consideró que su liberalismo estaba moderadamente escorado a la izquierda. A fin de cuentas, no hay libertad sin igualdad, y eso incluye también una cierta igualdad económica. En este aspecto su posición era, como se ve, deudora de Rawls.

Lector voraz

Además de un extraordinario filósofo, Juan Antonio era un lector voraz de literatura y un incansable espectador de cine (que hasta hace muy poco veía en la pantalla diminuta de un viejo televisor y siempre en versión doblada). En el fondo, lo que a él le interesaban eran las historias, y prefería que los autores, ya fueran escritores o cineastas, no dirigieran la atención sobre la técnica empleada para contarlas. En este punto tampoco se dejaba amilanar por la opinión dominante entre los entendidos y miraba con incredulidad a quienes dicen disfrutar con el Ulises, las películas de Tarkovski o los cuartetos de Béla Bartók. Él prefería las novelas decimonónicas, los melodramas americanos y la música de Schubert.

No sorprenderá, después de lo que acabo de decir, que los dos libros de divulgación que dedicó a la relación entre cine y filosofía no sean una reflexión sobre el cine como arte, sino una explicación de algunos entresijos de filosofía moral y política, hecha al hilo de las historias contadas en un puñado de películas elegidas con un criterio estrictamente funcional. Pero el uso ilustrativo de las historias no es exclusivo de sus obras dirigidas a un público no especializado. Sus ensayos más teóricos están también salpicados de ejemplos que tomaba del sinnúmero de películas, novelas y biografías que veía y leía sin tregua. Los buenos ejemplos forman parte de la claridad exigible en toda explicación filosófica. Hay que desconfiar, decía, de quien no los pone, pues es probable que no sepa muy bien de qué está hablando.

Rivera llevaba algunos años trabajando en un ambicioso proyecto sobre el origen biológico de las actitudes morales: nuestra concepción de lo que es bueno y malo no obedece, como pensaban Kant y tantos otros, a los dictados de la razón, sino que es un fenómeno histórico; en otros períodos fue, por tanto, distinta de la actual, y podría haber sido distinta de la que es si nuestra historia, también la biológica, hubiera transcurrido por otros derroteros. La civilización ha sido posible, entre otras cosas, gracias a que hemos desarrollado una moral del respeto hacia los extraños que nos permite convivir pacíficamente y hasta cooperar con ellos. A diferencia de lo que ocurría con la moral cálida, que es el pegamento que mantiene la cooperación entre los miembros del grupo pequeño, la moral fría o del respeto no es una actitud natural y su aparición requiere, por tanto, una explicación, que es lo que él nos proporciona en el que será ya su último libro, publicado por la editorial Arpa hace apenas unos meses con el título Moral y civilización. Una historia.

Share.
Exit mobile version