Cuando hedonismo y fútbol iban de la mano sentíamos mariposas en el estómago. Nos poníamos nerviosos ante el pitido inicial de un partido. Salivábamos esperando el momento en que el cámara enfocaba a nuestro ídolo interiorizando el himno o cantándolo a todo pulmón. El placer hedonista entronca con esa aspiración tan veraniega de disfrutar del fútbol de selecciones, aparcadas las rivalidades ligueras, unidos todos a las puertas de las vacaciones de verano por un sentimiento de pertenencia que anima a defender unos colores. Y a gozar en comunidad. A disfrutar del momento. De un gol, una jugada, un remate. La belleza, la plasticidad y las incógnitas del fútbol –¿quién hubiera apostado por Georgia como rival de España en octavos?– nos regalan instantes de felicidad únicos. Lo mismo que ellos, los futbolistas, nuestros dioses paganos, nos hacen vibrar con sus filigranas y sus chuts.

Eso era, claro, cuando hedonismo y fútbol iban de la mano. No estos días. El pragmatismo se ha adueñado del juego, que hoy divierte un poco menos a cambio de resolver con eficiencia. El mejor ejemplo es la Inglaterra de Southgate, clasificada para octavos como primera de grupo y tema de debate en todos los pubs del Reino Unido por su juego anodino y la sensación de estar desaprovechando sus recursos, que son muchos. Son los ingleses el paradigma de esta Euro, en la que ni nos ha enamorado ninguna de las favoritas, ni nos ha hecho saltar de alegría ninguna de sus estrellas. Apenas nos han quedado destellos. Un regate de Cristiano que no acabó en gol. Y un gol en dos tiempos de Modric, penalti errado de por medio, que no sirvió ni para ganar ni para clasificarse. Croacia fue, de hecho, la peor de las terceras.

Puede que estemos todavía en el calentamiento, que haya equipos que tengan aún margen de crecimiento, que corrijan los que han equivocado el planteamiento o que encuentren mejor suerte los que han jugado con la mirilla desviada. Pero esta Eurocopa todavía espera a sus estrellas.

Se ha hablado tanto de Mbappé en los días previos que, por momentos, se nos olvida que llegamos a este torneo con el ansia de disfrutar del mejor Kylian, ahora que, además, contamos los días para ver cómo anima nuestro patio particular, el cotarro liguero. Pero Mbappé se fracturó la nariz en su primer partido, no jugó el segundo e hizo cuanto pudo en el tercero, máscara protectora mediante, hasta provocar una jugada que acabó en penalti y que él mismo convirtió. Hasta ahí su hoja de servicios. Por ahora.

Tampoco hemos visto brillar a Bellingham. Ni a Kane. Ni a Foden. Probablemente arrastrados por el juego discreto y nada ambicioso de su selección. Menos esperanzador su caso que el de Francia, en quien se advierte más intención, más peligro en las inmediaciones del área.

No ha podido, ni podrá despuntar Modric. Despedido con su trofeo de MVP en una de las noches más tristes de su carrera. Tampoco lo hará Lewandowski, incapaz de insuflar la energía suficiente a Polonia. Ni uno ni otro aparecen ya en el cuadro de octavos. Tampoco aparece la Ucrania de Dovbyk, el Pichichi de la Liga. Y todavía le queda margen a Bélgica para que lo haga su líder, De Bruyne.

Siempre nos quedarán los cuádriceps de Cristiano y la potencia de su fútbol para poner la guinda a una trabajada Portugal. Y el arte del pase de Kroos, la brújula de una Alemania que ha tenido mejor carta de presentación de la pronosticada por muchos, con nombres propios que empiezan a ser más presente que futuro: Wirtz y Musiala. Tampoco perdemos la esperanza de que la Euro alumbre a nuevos ídolos, como Arda Güler o los españoles Lamine Yamal y Nico Williams, lo más fresco y sorprendente de lo visto en tierras alemanas.

Que empiecen los octavos y el fútbol adrenalínico vuelva a nuestras tardes de verano.

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