Fue una de las expediciones científicas más épicas de todos los tiempos. A finales de 1984, en plena Guerra Fría entre las potencias atómicas de Estados Unidos y la Unión Soviética, un avión estadounidense C-130 aterrizó en el lugar más legendario de la Antártida: la inhóspita base rusa Vostok, instalada en el rincón más gélido del planeta. Un año antes, allí se había registrado un récord de temperatura de 89,2 grados bajo cero. La aeronave llevaba tres científicos franceses a bordo —Claude Lorius, Michel Creseveur y Jean Robert Petit— con una misión extraordinaria: recoger hielo de tiempos inmemoriales para averiguar cómo fue el pasado remoto de la Tierra y predecir el futuro del ser humano.

Las imágenes de la época muestran que en aquel paraje hostil corría el vodka, sonaba el acordeón y ondeaba la bandera roja con la hoz y el martillo de la Unión Soviética. El Instituto de Minería de Leningrado había elegido Vostok, cerca del polo sur geomagnético, como infernal campo de pruebas para sus nuevas tecnologías de perforación, en busca de petróleo antártico. La base apestaba al queroseno de la maquinaria, que ya había conseguido hacer un agujero de más de dos kilómetros de profundidad en el hielo. Dos décadas antes, en 1965, el glaciólogo Claude Lorius había tenido una revelación mientras bebía un whisky con hielo milenario en la base antártica francesa Dumont d’Urville. Miró su vaso y observó las burbujas que brotaban de los cubitos. ¿Y si el aire atrapado contenía información sobre la atmósfera y el clima en la Tierra hace miles de años? ¿Y si esos datos revelaban el destino de la humanidad?

La obsesión de Lorius desde aquel whisky fue obtener hielo virginal de las profundidades de la Antártida, así que sedujo a los soviéticos para que le dejasen visitar Vostok y convenció a los estadounidenses para que lo transportaran hasta la base del enemigo. El glaciólogo francés Jean Jouzel recuerda perfectamente la llegada triunfal de las muestras de hielo antártico a su laboratorio en Saclay, cerca de París, a comienzos de 1985. Era una columna fragmentada de 2.083 metros, que en su extremo más antiguo tenía una edad de 160.000 años. Jouzel jamás pisó Vostok, pero analizó sus entrañas y asombró al mundo. Los resultados de su investigación, publicados en la portada de la revista Nature el 1 de octubre de 1987, fueron la confirmación definitiva de que el aumento de dióxido de carbono (CO₂) en la atmósfera provocaba el calentamiento de la temperatura.

Portada de la revista ‘Nature’ en octubre de 1987, con las torres de perforación de la base antártica de Vostok.Jean Jouzel

“Fue una aventura magnífica, desde el punto de vista humano y también desde el punto de vista político. Teníamos reuniones con soviéticos y estadounidenses, en plena Guerra Fría. La amistad entre los científicos fue clave para que aquello fuera posible”, rememora Jouzel, sentado en una sala monumental del Palacio de San Nicolás, en Bilbao. El 20 de junio, este glaciólogo de 77 años recogió el Premio Fronteras del Conocimiento de la Fundación BBVA —dotado con 400.000 euros— junto a cuatro colegas más jóvenes que siguieron su camino en la Antártida y Groenlandia, iluminando el origen del cambio climático.

El hombre del whisky inspirador, Claude Lorius, del Centro Nacional para la Investigación Científica (CNRS), falleció en marzo de 2023 a los 91 años, pero el colega soviético que le abrió las puertas de Vostok sigue vivo: el legendario glaciólogo Vladimir Mijáilovich Kotliakov, de la Academia de Ciencias de Rusia. Kotliakov, de 92 años, responde a las preguntas de EL PAÍS en ruso, en mensajes de correo electrónico escritos en alfabeto cirílico. “Las relaciones con los científicos franceses a lo largo de los años fueron muy estrechas y amistosas. No sentimos ninguna Guerra Fría”, afirma. Kotliakov, pionero de la investigación polar rusa, resta importancia a sobrevivir en el lugar más frío del planeta. “Visité bases soviéticas en el interior de la Antártida y estuve al aire libre a menos de 70 grados bajo cero, pero debo decir que, si estás bien abrigado y además haces ejercicio físico, como cavar un hoyo en la nieve con una pala, puedes trabajar incluso tres horas”, sostiene.

El viaje del hielo milenario desde Vostok hasta el laboratorio de Jouzel fue una epopeya. Un avión estadounidense transportó las muestras desde el corazón de la Antártida hasta un barco soviético, que las llevó hasta la costa francesa, donde un camión frigorífico las trasladó al Comisariado para la energía atómica y las energías alternativas, en la región de París. El equipo de Jouzel analizó inmediatamente el deuterio, una forma pesada del hidrógeno que compone la molécula de agua. Cuanto más calor hace, más deuterio hay en la nieve, con una proporción matemática que permitió calcular las temperaturas de los últimos 160.000 años con precisión.

“Nuestro descubrimiento se produjo en un momento extremadamente importante”, destaca Jouzel. Otro grupo de expertos, capitaneado por el meteorólogo estadounidense Jule Charney, ya había alertado en 1979 de que duplicar el dióxido de carbono en la atmósfera dispararía la temperatura mundial hasta tres grados, según las simulaciones. Los datos de Vostok demostraron que no era una especulación. Aquella columna de hielo de dos kilómetros revelaba un baile de temperaturas a lo largo de los últimos 160.000 años, desde un mínimo de nueve grados por debajo del promedio de 1987 hasta un pico de dos grados por encima. El planeta se puede empezar a calentar de manera natural por una sutil variación en su órbita alrededor del Sol, pero este fenómeno se acelera porque, al recibir mayor radiación solar, los océanos y el suelo liberan más CO₂ por la descomposición de la materia orgánica. En la actualidad, es la propia humanidad, con la quema de petróleo, gas y carbón, la que alimenta el efecto invernadero. Solo un año después de la portada de Nature, recalca Jouzel, la Asamblea General de Naciones Unidas apoyó la creación del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC).

La vicepresidenta tercera del Gobierno español, Teresa Ribera, conoce bien al glaciólogo francés. Trabajaron juntos entre 2014 y 2018 en el Instituto de Desarrollo Sostenible y Relaciones Internacionales, un laboratorio de ideas con sede en París. Jouzel era el presidente y Ribera, la directora, hasta que regresó a España para ser ministra de Transición Ecológica. “El paleoclima, el estudio del clima del pasado, es fundamental para entender su evolución. La contribución de Jean Jouzel y sus compañeros en los años 80 fue clave para mostrar la correlación entre clima y concentración de gases de efecto invernadero”, celebra Ribera. “Jouzel se convirtió en un referente capital en el primer informe de evaluación del IPCC, determinante para lograr el primer tratado multilateral de lucha contra el cambio climático adoptado pocos años después en la Cumbre de la Tierra celebrada en Río de Janeiro en 1992″, aplaude la ministra.

Los aguerridos perforadores de Vostok no se detuvieron en los 2.083 metros. En enero de 1998, otro agujero alcanzó los 3.623 metros, una profundidad suficiente para confirmar que el CO₂ y el metano en la atmósfera estaban vinculados a la temperatura desde hacía 420.000 años. “Admiro a los soviéticos. Continuaban perforando incluso en invierno, con temperaturas inferiores a 80 grados bajo cero. Eran formidables”, recuerda Jouzel con un tono de nostalgia. Los científicos franceses y rusos publicaron sus nuevos resultados en la revista Nature en 1999, con una advertencia para la humanidad: “La concentración atmosférica actual de estos dos importantes gases de efecto invernadero parece no tener precedentes en los últimos 420.000 años”.

Jouzel recuerda que Madrid acogió una reunión crucial del IPCC entre el 27 y el 29 de noviembre de 1995. Los delegados de los países petroleros —como Arabia Saudí y Kuwait— pelearon cada palabra para descafeinar el segundo informe del grupo de expertos y quitar importancia al impacto humano sobre el clima del planeta. “Fue en Madrid donde propuse introducir el término sorpresa climática”, rememora el glaciólogo francés. Tras sus descubrimientos en el hielo de Vostok, los análisis de Jouzel y sus colegas en Groenlandia habían documentado bruscas variaciones de hasta 16 grados de temperatura en apenas unas décadas, hace decenas de miles de años.

El último informe del IPCC, publicado hace poco más de un año, alertó de que la quema de combustibles fósiles y el uso insostenible de la energía y la tierra ya ha provocado un calentamiento global de 1,1 grados por encima de los niveles preindustriales. Ese aumento ha generado más olas de calor extremo, lluvias torrenciales, sequía y megaincendios. “Vamos hacia un aumento de 3 grados y, en algunas regiones, será muy difícil, si no imposible, adaptarse. Si no reducimos ya las emisiones, es un egoísmo terrible respecto a los más jóvenes”, advierte Jouzel.

El tiempo se ha vuelto loco incluso en Vostok. El 18 de marzo de 2022, los termómetros de la base rusa registraron una insólita temperatura de 17,7 grados bajo cero, la más alta en ese mes desde que comenzaron los registros en 1958. Es un récord que pulveriza por 15 grados el anterior máximo, observado en 1967. Es pronto para hablar de sorpresa climática, pero el ser humano también está calentando el rincón más gélido del mundo.

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