Desde que la extrema derecha les arrebató el protagonismo y los votos a la derecha y al centro tradicionales, la política ha perdido lo que hacía posible la convivencia: la mediación entre lo que se siente y lo que de hecho se puede decir, proponer y finalmente ejecutar. La sutileza, el toque, la retórica han sido durante siglos la esencia de lo que se llamaba “el arte de la política”. Incluso en el pasado reciente, varios políticos de diferentes partes del mundo perdieron sus mandatos por haber sido sorprendidos confesando deseos y fechorías que son inaceptables en la vida común. Eso ya ha terminado. Como demuestra Donald Trump, se puede planear un golpe de Estado y seguir concurriendo a las próximas elecciones con posibilidades de ganarlas en la que se vanagloria de ser “la mayor democracia del mundo”. No obstante, hay pocos parlamentos capaces de encarnar este cambio radical de forma tan obscena como el Congreso de Brasil.

En junio, la Cámara de los Diputados aprobó que se votara con urgencia un proyecto de ley que equiparaba el aborto tras 22 semanas de gestación al delito de homicidio, incluso en los tres casos en que está permitido en Brasil: violación, riesgo de muerte de la mujer y embarazo anencefálico. En la práctica, si se aprobara el proyecto, las mujeres que abortaran se enfrentarían a una condena más alta que la de su violador: 20 años de prisión. La votación del proyecto de ley solo se retiró (temporalmente) del orden del día porque una parte de la sociedad se levantó y salió a la calle con pancartas en las que se leía: “Las niñas no son madres. Los violadores no son padres”. En Brasil, seis de cada diez mujeres violadas son menores de 14 años.

El Gobierno de Lula da Silva y el Partido de los Trabajadores, de centroizquierda, apenas reaccionaron ante el horror de la propuesta. La razón, según los analistas, es que, sin mayoría en el Congreso, el Gobierno está sacrificando la “agenda de costumbres” para conseguir que se apruebe la “agenda económica”.

Ya es hora de darse cuenta de que esta división entre “costumbres” y economía es falsa. La violación es el delito que revela las entrañas de esta falsedad. La violación no tiene que ver con el sexo. Nunca ha tenido que ver con el sexo. La violación tiene que ver con el poder. El poder sobre los cuerpos de las mujeres y de todas las minorías que no encajan.

Los parlamentarios que articulan proyectos de ley para subyugar el cuerpo de las mujeres son los mismos que han destruido y destruyen la legislación ambiental. La lógica que destruye el cuerpo de las mujeres es la misma que destruye el cuerpo de la naturaleza. Vale la pena recordar la frase antológica del extremista de derecha Jair Bolsonaro en 2019, su primer año como presidente, al quejarse del interés de los europeos por la Amazonia: la selva “es la virgen que todos los pervertidos de fuera quieren”.

El Gobierno de Lula, a pesar de la resistencia de ministras como Marina Silva, de Medio Ambiente y Cambio Climático, defiende la apertura de un nuevo frente de explotación de petróleo en la Amazonia, así como de carreteras y vías férreas que destruirán la selva y sus pueblos. Su omisión ante el proyecto de ley que convertiría a las mujeres violadas en asesinas revela mucho más que pragmatismo político. La violación es la mayor expresión del patriarcado, que, estrechamente entrelazado con el capitalismo y el colonialismo, ha llevado el planeta al calentamiento global y amenaza la supervivencia de las nuevas generaciones. La violación y el colapso climático están estrechamente conectados. Sin entender esta conexión, será imposible hacer frente a los fenómenos extremos que se multiplican y agravan cada año mientras las grandes corporaciones, los Gobiernos y los parlamentos que les sirven siguen violando el cuerpo de la naturaleza.

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