No me gustan las pelis de periodistas, pero puedo hacer una excepción si la protagonista es Gillian Anderson. Yo, de Anderson, me vería hasta su vídeo de bodas. Por eso corrí a ver La gran exclusiva, la ficción de Netflix que cuenta la entrevista que Emily Maitlis le hizo en 2019 en la BBC al príncipe Andrés (o Andrew) sobre sus jaranas con el pederasta Jeffrey Epstein. La película se deja ver, aunque seguramente yo no le habría prestado atención si mi Gillian (que interpreta a Maitlis) no se pasease por ella con un galgo y media sonrisa y no encorvase la espalda en esas sillas incómodas de Buckingham donde interrogó al hijo favorito de la reina.

De la escandalera en sí no merece la pena decir nada. De la épica de la entrevista, tampoco: las hemos visto mucho mejores y con más tensión. Lo que me interesó de la narración es que cuestiona un prejuicio maniqueo sobre el periodismo e invita a pensar con un poquito de complejidad, algo muy raro en este género tan saturado de reporteros heroicos y justicieros. La gran exclusiva no rompe del todo el cliché, pero explora alguna región brumosa e interesante cuando dibuja el antagonismo entre Maitlis y su productora, Sam McAlister, conseguidora de la entrevista. La primera pertenece a la aristocracia de la seriedad y el rigor; la segunda es una choni curtida en el amarillismo y los tabloides. Maitlis tiene pedigrí, como su galgo, y a McAlister la adoptaron en una perrera.

Esta tensión da forma a Newsnight, el programa de actualidad que presentaba Maitlis. En una escena en la que negocian la invitación del príncipe, se describe el espacio como una zona gris: muy exitoso y con cierto sesgo populista, pero sin salirse de los estándares de rigor de la BBC. Nada extraño: casi toda la cultura de masas se mueve entre el discurso y la verbena. Hay muy pocos productos puros. Toda tragedia contiene trazas de comedia, y viceversa. En el periodismo se pueden usar la elegancia y la seriedad para atizar los golpes más bajos, y también se puede recurrir a los métodos de los paparazzi para conseguir historias de interés público. Por eso la moral es práctica, porque nada está bien o mal a priori: hay que juzgar los actos y las decisiones sobre la marcha. Y esto es algo que rara vez se ve en las pelis sobre periodistas.

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