Si el maestro Antonio Burgos, cuando entonces, reivindicaba el andalucismo cultural afirmando que esta tierra andaba tan sobrada de elementos diferenciales que se los prestaba al resto de España, hoy podemos lamentar la lampante “madrileñización” de la vida nacional, singularmente de la política nacional.

El meteorito Alvise Pérez, vislumbrado a través del telescopio de los más sagaces encuestadores, impactó en las instituciones europeas ahondando en el socavón de extravagancia que en su día horadaron Ruiz Mateos, Jesús Gil y el mismísimo Pablo Iglesias, del que no se distancia tanto como parece.

La biografía del europarlamentario revela que es sevillano, de acuerdo, pero su argumentario de brocha gorda e inconsistencia intelectual lo convierten en ejemplo acabado de matonismo mesetario, que es lo que pega hoy en los medios de comunicación y su excrecencia posmoderna, las redes sociales.

Otra ilustre paisana, Marisú Montero, dignificó esta semana la vicepresidencia del Gobierno en la sede de la soberanía nacional con un surtido de muecas vitivinícolas dedicadas a la oposición, más el corolario de un “¡cabrón!” bien legible que salió de sus labios, más vomitado que dicho.

Los meridionales, excuso decirlo, nos insultamos con más fineza. «Parece Carlos II vestido de Mariquita Pérez», deslizó el malévolo Alfonso Guerra sobre Soledad Becerril, que no era cualquiera, sino la primera mujer ministra tras la instauración de la democracia. Claro que si uno no sabe quién fue el rey hechizado o lo confunde con una marca de brandy… Ni siquiera los nacidos en el Sur, o sea, tienen hoy por lengua un estilete florentino.

Madrid, con sus bares de gallinejas y vino peleón, ha impuesto en toda España sus modos navajeros, su chulería de mentón alzado y escupitajo por el colmillo.

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