Laura es madre. Es también madre de acogida. De las de la élite, de las mejores. Laura forma parte del grupo de madres comprometidas en el acogimiento familiar de urgencia, que es una figura de protección y ayuda a niños muy pequeños a los que la violencia, el desamparo o el abandono ponen en manos de organizaciones públicas y privadas que actúan como ángeles custodios comprometidos y entregados. Son el clavo ardiendo de la supervivencia de niños y niñas que sin ellos caerían en la más absoluta indigencia afectiva, cuando no en la enfermedad o la muerte. Los servicios sociales de las comunidades autónomas y las ONGs que atienden a los menores desde que nacen son el asidero al que pueden agarrarse estos seres tan espantosamente vulnerables. Laura forma parte del grupo humano más admirable en su compromiso social que se pueda alguien encontrar. Abraza niños que no son suyos, que le llegan de un día para otro porque la Justicia ha considerado que debían ser apartados de su familia biológica en tanto se resuelve la situación de la que estaban siendo víctima. Abraza, alimenta y da cariño. La acogida en su caso es mucho más que una figura legal de protección social que se arma con los impuestos, es una forma de vida generosa y entregada que procura bienestar temporal a quienes apenas llegados al mundo han empezado a recibir los mordiscos de sus infiernos.

Laura recibe una llamada de la Comunidad de Madrid y esa misma tarde o al día siguiente, se hace ya cargo de la criatura con la que convivirá durante unos meses, hasta que los servicios sociales le encuentren un hogar estable, a ser posible en su propia familia. Luego vuelta a empezar, y a casa con otro niño o niña con las mismas necesidades. No se requiere demasiado para formar parte de esta élite de la generosidad. Familia estable, hijos en casa y que haya siempre alguien pendiente del niño en acogida, es decir, que el padre o la madre no trabajen. Nada más. Y nada menos. Porque el requisito fundamental es la disposición a renunciar a tiempo y espacio propios para entregarle esa vida a alguien que ha empezado la suya sufriendo.

¿Y no te da miedo encariñarte con ellos (porque todos repiten) y llevarte algo más que un disgusto cuando tienes que volver a entregarlo a los servicios sociales? Y a Laura siempre le parece que esa pregunta, comprensible, humana, es en el fondo autojustificativa, un argumento para pasar sin tocar y sin apenas hacer ruido, al lado de una realidad que nos desasosiega y rechazamos. Claro que sientes cariño y apego, claro que duele separarse de quien has visto crecer física y anímicamente, y muy a menudo también de salud (porque hay héroes de esta élite que acogen a niños con patologías a veces complicadas), pero ¿en quién hay que pensar cuando se es generoso? ¿En nosotros o en los demás? ¿Qué debe pesar más, el escozor de nuestro apego, o el bienestar que se ha empezado a regalar a una criatura destinada al desamparo? ¿Quién es más importante, ellos o nosotros? Ahí está la respuesta: ayudar, servir, acoger, son actos de verdadera generosidad. No se lleva Laura a casa un bebé para sentirse mejor y alimentar su instinto natural, sino para que el bebé tenga espacio de afecto y si es posible cambiar infierno por esperanza. Reescribir una vida que empezó mal y puede cambiarse.

Laura escucha en las noticias los debates sobre la reforma legal que afectará al tratamiento de los menores no acompañados, los llamados menas (percibe que casi siempre en tonalidades oscuras, de prejuicio o desprecio) y mira a la niña que llegó a casa hace cuatro días. Frágil, dolorosamente vulnerable, forma parte de ese universo olvidado de los niños y niñas que tienen que ser salvados de la violencia o los adolescentes que huyen de ella o simplemente escapan a lo que creen una mejor vida. Todos son menores y todos están solos (lo de «no acompañados» es un eufemismo también para marcar distancias) A todos ellos hay que atenderles, darles protección, procurarles cariño en lo posible.

En comunidades como Madrid, con planes de acogimiento y residencias, con ayuda a los niños y niñas pero también a sus familias. Laura habló el otro día con Marian, que tuvo que dejar a sus hijas y hoy está cerca de recuperarlas porque su vida ha cambiado y ahora puede darles lo que les negó cuando se las quitaron. Laura escucha llorar a la niña con la fuerza del hambre, y piensa en su familia, en cómo se están volcando en ella. Y en todas las lauras y familias que acogen a niños de cualquier edad y condición en su casa para amortiguar en lo posible los afilados perfiles de una vida que será siempre distinta a la de los nuestros. Más difícil, más dura, acaso por ello más vivida y fructífera.

Laura vive en la Comunidad de Madrid y no puede imaginar un modo más útil de gastar sus impuestos. Sonríe cuando escucha en la radio una obviedad en la que casi nadie cae: Marco, el que buscó a su madre de los Apeninos a los Andes, era en realidad un mena.

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