En el arranque de El afuera (Anagrama) escribe Margarita García Robayo (Colombia, 44 años) que encontró entre sus notas los apuntes sobre los que armó este ensayo “como una garrapata entre los pelos de un animal”. Puede parecer extraño que un texto sobre el tiempo en el que nacieron sus dos hijos tenga algo que ver con el parásito, pero el símil conecta bien con la historia que se propone contar —”casi seis años de estar clavando el ojo en eso que no entendía qué era y ahora me resultaba tan obvio como un elefante en mi salón”—, con esa sensación de incomodidad que describe de forma directa y certera. También desde la ficción en su nuevo cuento Alegría, ilustrado por Powerpaola y publicado también esta primavera por Páginas de Espuma, García Robayo conecta con una atmósfera de peligros apenas escondidos, no tan ajena como pudiera parecer, a la descrita en su ensayo. La amenaza del espacio exterior se palpa desde otra perspectiva.

Ese afuera que recoge en el título es lo que como madre intentó soslayar, y funciona como el hilo con el que engarzó materiales dispersos sobre la maternidad acomodada en Buenos Aires, su infancia en Cartagena de Indias, y sus años como joven adulta sin obligaciones familiares. “Las mismas cosas estaban ahí, pasaba lo mismo, pero antes de ser madre no me molestaba”, explicaba a finales de mayo en Madrid. García Robayo hablaba de atravesar espacios violentos con niños, del “mal estructural en las ciudades latinoamericanas”, que había observado y de alguna manera obviado, pero que al ser madre pasó a ser lo único que percibía. Síndrome del nido protector como refugio que aísla y cauteriza. “La cristalización de todo eso llegó con la pandemia”, concluía.

Si en El afuera la escritora empleó la primera persona confesional (”partí mi experiencia personal para probar un argumento”), en La alegría usó un narrador omnisciente para fabular una escapada juvenil de dos amigas a la finca de una de ellas en Colombia. Una leyenda de la zona habla de un fantasma asesino que confunde a los conductores; tres jóvenes del pueblo acaban por socorrer a las amigas y la brecha abierta entre ellos resulta abismal. “La desigualdad es el tema transversal a todos mis libros, la incomodidad de habitar un espacio profundamente injusto, y el haber crecido en esos lugares. No está exento de conflicto ver desde dónde te paras para analizar el problema”, afirmaba la autora, afincada en Argentina desde hace más de una década. “Visito Colombia mínimo una vez al año y ya me dicen que hablo otro idioma, pero Cartagena sigue siendo el lugar que me produce más enojo del mundo, supongo que es lo que más me importa. La cercanía distorsiona y, desde que me fui de allí, puedo hablar con más definición y distancia”.

El mundo “civilizado y biempensante” del que se sentía parte “trastabilleó”, como relata en El afuera. Con Alegría quiso esquivar el “estereotipo de telenovela con niña rica y niña pobre que al final resultan ser hermanas o casi”. Y es sobre ese marco de “inequidad del Caribe colombiano”, que marca la vida según el lugar social en el uno nace, salvo que alguien dé un golpe al tablero, desde donde García Robayo escribe historias que escapan con arrojo e inteligencia el cliché.

El realismo mágico, del que de alguna forma la autora de novelas como La encomienda o Cosas peores, es de alguna forma involuntariamente heredera, le interesa como síntoma de la sociedad en la que creció. “Es sinónimo de negación, un vicio nacional. La cuestión de qué hacer con lo que nos pasa sigue ahí. Crecí irradiada por noticias terroríficas en mi infancia y esa narrativa fantasiosa y edulcorada permitía no llamar las cosas como eran”, explicaba, sin renegar de su admiración en el plano literario y estético por esa corriente. “Cien años de soledad es la historia de la devastación que causaron las bananeras”. El terror es hoy “otra forma de intentar narrar esas cosas horribles a las que no podemos ponerle nombre. Nos inventamos cuentitos, realismo mágico o sucio, pero con el terror no hace falta”. Mencionaba a Mariana Enriquez y cómo a través del género describe el entorno de Argentina, y ponía el dedo en la llaga al hablar de la salvaje violencia hacia las mujeres: “Está tan exacerbada que si es explícito no se podría ni leer”.

Un excombatiente guerrillera que vio por azar en la televisión es el hilo casi invisible que une sus dos nuevos libros. “Ella es la inspiración de Alegría, alguien tan inteligente y articulado, que me hizo preguntarme sobre el lugar en que pones a los reinsertados”, explicaba. “Realmente hay lugares en los que el potencial de una persona nunca se ve desarrollado. Un pobre lo tiene más difícil en ese entramado social en el que parece que la única opción para las mujeres es acabar como trabajadora doméstica. El personaje de Yoli se rebela pero parece que no podía escapar a su suerte, sin embargo, la protagonista también cae en una insatisfacción, aunque sea más plana”.

En la contraposición de esas dos jóvenes asoma la tensión en las relaciones femeninas para las que García Robayo tiene un fino oído. “El tema me genera incomodidad y ambivalencia. Madres, amigas me encantan, me fascinan y las quiero matar. Están todas esas capas narrativas. Puede que las mujeres del Caribe sean mi especialidad”, reflexionaba irónica. “Es una sociedad supermachista, pero la última palabra la tiene la mujer. El relato familiar lo construye ella. A veces usa un subterfugio para conseguir lo que quieren, y esa manipulación es algo incómodo de nombrar. Puede que sea una forma de resignación por la falta de poder afuera. El verdadero patriarcado puede que sea el abandono de los padres, algo no muy observado”.

Directa y certera, antes de despedirse vuelve a subrayar otro terreno incómodo: el entorno de madres que descubrió con la maternidad y que le hizo enfrentarse a sus prejuicios: “Uno desdeña saberes prácticos desde una supuesta superioridad intelectual”. Pero un día te das cuenta que te va la vida en “saber dónde venden los mejores termómetros y, ahí, ya no sirve la ironía”.

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