Cuando el emperador se paseaba entre un público enfebrecido, un esclavo se acercaba a su oído con la advertencia: “Recuerda que eres mortal”. Cuántas veces no habremos pensado que alguien, no ya esclavo, sino un funcionario público asignado para esa labor, debería advertirle al político de que, si al emperador la muerte le arrebataba el poder, ahora, cuando los ciclos de la vida pública son tan fugaces, debería encarar el cargo asumiendo que habrá un futuro cercano en que la nube de pelotas y aplaudidores se esfumará y el hoy poderoso pasará a habitar ese universo grisáceo donde conviven los que algún día fueron alguien. Tengo edad como para haber asistido al ascenso y caída de algunos emperadores de nuestro tiempo: al ostentar el poder eran incapaces de centrar la mirada, y al perderlo volvían a buscar implorantes la atención del prójimo.

Las noches electorales siempre dan buena cuenta del caprichoso comportamiento humano de los jefes de la tribu. Tanto es así que no se entiende por qué los medios no piden a los profesionales de la psicología que escriban la crónica. Yendo a lo concreto, sería curioso estudiar por qué si el jefe dice estar satisfecho con unos resultados que no han sido tan malos como esperaba el adversario, luego no comparece con la que ha sido su candidata. Es incongruente declarar que se celebran unos resultados si la puesta en escena es desangelada, de público ralo y nula alegría. Daba la impresión, escuchando la noche del 9-J a Teresa Ribera, de que hasta le habían escatimado bombillas, como cuando en El verdugo el monaguillo les apaga las velas a los novios pobres.

En campaña, los líderes tratan de convencernos de que sus candidatos son imbatibles, pero luego se reservan el derecho a quedarse viendo la tele si la cosa no sale como esperaban. Del caso de Estrella Galán ni hablamos: se elige a una persona casi desconocida y nada consensuada, se la somete a la trituradora de una campaña para después dejarla sola en la derrota. Creo que no son conscientes de que contribuyen a la decepción de esos votantes que, habiendo renunciado a alguno de sus principios para apoyarles, se encuentran con que solo se aprecian sus votos en la victoria. Habría que saber si es el poder el que construye tan extrañas psicologías. Si desde que te levantas por la mañana tus acólitos te celebran, ya no tolerarás que alguien no respalde un comportamiento errático. Abundan hoy los casos en que cuando las cosas se ponen feas o hay que enfrentarse a una crisis los líderes se rinden, pero, no queriendo asumir que les supera la derrota, tratan de revestirlo de nobleza, o bien, para cuadrar con los tiempos, de humana vulnerabilidad. Pero, en cualquier terreno de la vida laboral en el que se embarca a mucha gente y se juega con las esperanzas colectivas, hay que tragarse el orgullo y enfrentar los tiempos difíciles. Nos vuelven locos si un día expresan una alegría desmedida, aplausos, besos, declaraciones cursis de amor hacia el pueblo, y al día siguiente no se hacen responsables, como si todo hubiera sido una función de malos actores. Nos dicen, por un lado, que el momento es crítico y, por otro, contribuyen con sus insufribles conflictos internos a que lo sea aún más.

Pero nosotros también fortalecemos al monstruo. Alvise, por ejemplo, ha tocado la gloria esta semana en 20 titulares. Si engordamos su ego reproduciendo cualquiera de sus ocurrencias, cómo no van a acostumbrarse a ser continuamente escuchados. Permitimos que asistan a un acto cultural cediéndoles el protagonismo y pasando la cultura a un segundo plano. Imbuidos de su propia importancia, hablan a menudo en tercera persona, como portavoces de sí mismos, como si fueran Raphael, cuando Raphael no hay más que uno. Imponen un lenguaje de calderilla y se lo contagian al pueblo, hasta que llega el día en el que nos vemos escribiendo: espacio, espacio político. Y ya entonces estamos perdidos.

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