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José Gálvez Sanjuan, de 72 años, disparó a uno de sus nietos en la espalda o en el costado, según ha determinado la autopsia, y a otro lo asfixió. Esas dos muertes ocurrieron entre poco antes de las 10 de la noche del domingo pasado y las 8 de la mañana del lunes en la casa de Gálvez. Tras la entrada de la Guardia Civil en el domicilio en el que el hombre llevaba 11 horas atrincherado, se descerrajó a sí mismo un tiro con su escopeta de caza. Nadie de los consultados en Huétor-Tájar (Granada, 10.673 habitantes), donde vivía la familia, se explica qué llevó al abuelo a quitarles la vida a sus nietos, pero señalan un hecho crucial y reciente en la vida de su vecino. Dos meses antes, en un accidente mientras él conducía, murieron su esposa y su hija, abuela y madre, respectivamente, de los niños. Ambos menores resultaron heridos. José salió casi ileso, pero quedó destrozado anímicamente.
En un pueblo conmocionado aún por el suceso, sobrevuela una pregunta. Se la formula en voz alta Manuel, dueño de la cafetería Ole de la localidad de la comarca del Poniente Granadino. “¿Por qué le quitaron el carné de conducir, pero no hicieron lo mismo con la licencia de armas?”. José Gálvez, propietario hasta su jubilación de la empresa Áridos El Genil, tenía permiso de armas y, al menos, una escopeta de caza. Y tenía todo en regla: renovaba la licencia y le revisaban sus armas en el cuartel de la Guardia Civil del pueblo cada cinco años, como marca la ley.
Pero esa norma afirma que “en ningún caso podrán tener ni usar armas, ni ser titulares de las licencias o autorizaciones correspondientes, las personas cuyas condiciones psíquicas o físicas les impida su utilización y, especialmente aquellas personas para las que la posesión el uso de armas representen un riesgo propio o ajeno”. Y en los dos meses trascurridos tras el accidente, como explican el dueño de la cafetería, que conocía a José Gálvez desde pequeño, otros vecinos y un familiar que pide que no se publique su nombre, estaba hundido psicológicamente y se culpaba de lo ocurrido en el accidente de coche.
Uno de sus vecinos, Jaime, le llevaba de vez en cuando la comida y se quedaba con él hasta que terminaba de comer. Coincide con un familiar de José, en que el estado anímico de Gálvez no era bueno, y duda de que si en este tiempo hubiera tenido que renovar su licencia, se la hubieran renovado. “No nos hubiera extrañado que se hubiera quitado la vida”, señala. Pero acabar antes con la vida de sus nietos era algo imprevisible y es una cuestión que se revela insoportable entre los habitantes del pueblo.
Hasta el 19 de marzo de este año, la vida para la familia Montero Gálvez transcurría sin grandes sobresaltos. Antonio, padre de los dos pequeños, trabajaba de administrativo en el instituto de secundaria Américo Castro de la localidad, conocida por el cultivo del espárrago. La madre de los niños e hija de José Gálvez, María José, tenía su puesto de trabajo en las oficinas del Servicio Andaluz de Empleo en la vecina localidad de Loja, a algo más de 13 kilómetros de distancia de su pueblo. Ambos tenían dos hijos: el mayor, Guillermo, de 12 años, estudiaba ya en el instituto, y Pablo, de 10, aún iba al colegio. Varias tardes a la semana, Antonio llevaba a sus hijos al conservatorio de Loja. Pero aquel fatídico 19 de marzo, Antonio tenía que cuidar a su madre, hospitalizada en Granada capital, y el abuelo, José, se ofreció a llevar a los niños él. En compañía de la abuela, la madre y los dos menores, cogieron el coche en dirección a Loja. Casi a mitad de camino, José perdió el conocimiento y el vehículo se empotró contra el muro de hormigón de un túnel. La abuela y la madre de los niños fallecieron y los dos niños resultaron heridos: uno de los dos niños aún llevaba las piernas escayoladas a consecuencia del impacto.
El abuelo sobrevivió sin sufrir grandes daños físicos, pero sí psicológicos. Antonio, el padre de los menores, también estaba muy debilitado anímicamente. No se había incorporado aún a su trabajo en el instituto y manifestó a José que necesitaba salir del sitio que le recordaba a su antigua vida familiar. Eso le planteó a su suegro el domingo: él y los niños se irían de la vivienda donde vivían, en el primer piso de un edificio de dos plantas, cuya segunda planta estaba habitada por el suegro. Según la hipótesis más extendida, eso sacó de quicio al abuelo, sacó su escopeta de casa y encañonó al padre, que abandonó la vivienda, donde el abuelo se atrincheró manteniendo a los nietos con él.
Aunque la Guardia Civil tiene un puesto en Huétor Tájar, está abierto solo de ocho de la mañana a dos de la tarde. El más cercano y abierto 24 horas está el de Loja, desde donde llegaron los primeros agentes para comenzar la negociación. El abuelo los recibió con dos disparos de escopeta. Antonio, el padre, pasó la noche a la puerta de la vivienda acompañando a los agentes y atento a las conversaciones. Al grupo se incorporó horas después, desde Madrid, un nuevo dispositivo de agentes que, tras intentos infructuosos para que José depusiera su actitud, entró por la fuerza en la vivienda pasadas las ocho de la mañana. Varios vecinos del pueblo aseguran que ya se había oído un disparo poco después de que Antonio se atrincherara, que fue el que pudo acabar con la vida de uno de los niños, pero no está claro y la autopsia, de la que de momento solo ha trascendido, a través de la agencia Efe las causas de la muerte, determinará la hora de los fallecimientos. Antonio, el padre de Pablo y Guillermo, permanece ingresado en el Hospital San Cecilio de Granada capital.
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