La carretera transcurre por el sur de Líbano, en paralelo a Israel. Transitar por aquí es peligroso: el ejército israelí puede abrir fuego contra aquellos coches que sospecha conducidos de incógnito por milicianos de Hezbolá, el grupo armado con el que mantiene desde hace ocho meses una especie de guerra de desgaste que se recrudece cada vez más sin derivar en enfrentamiento abierto. Cada pocos kilómetros, se ven casas bombardeadas por Israel y fotos de mártires que recuerdan el peso de la historia en estas tierras: algunas son bajas del fuego cruzado con Israel en paralelo a la invasión de Gaza (Hezbolá reconoce más de 340); otras, ya descoloridas, datan de los ochenta y noventa, cuando Israel ocupó el sur de Líbano, pariendo involuntariamente al hoy poderoso partido-milicia chií.

De repente, en cuestión de cientos de metros, las banderas amarillas de Hezbolá y verdes de Amal (la otra facción chíi) y los mensajes en árabe como “Todo musulmán tiene que prepararse para combatir a Israel” o “Este Líbano es la mejor arma contra Israel” desaparecen. Las mezquitas dan paso a iglesias y a esculturas de la virgen María y, por supuesto, del monje-ermitaño san Charbel, patrón de Líbano, su primer santo y omnipresente en las zonas maronitas. La escuela privada pertenece a las hermanas antoninas y los comercios ya no llevan nombres escritos en árabe, como Ali o Mohamed, sino Chez George o Manucure Danielle, en francés. Los anuncios de arak (un licor anisado típico de la región) y de una bodega con el nombre del pueblo (Domaine de Rmeich, le meilleur) recuerdan que aquí se produce y bebe alcohol.

La localidad se llama Rmeish, tenía unos 5.000 habitantes antes del fuego cruzado entre Israel y Hezbolá y nadie diría en esta mañana soleada que sus casas casi tocan con el Estado judío. Ni que la frontera hace una curva dejando la divisoria a unos dos kilómetros a su sur, este y oeste.

Aunque hay comercios cerrados y unas 1.000 familias siguen desplazadas por la guerra (sobre todo a los barrios cristianos en el este de Beirut), pasan coches con bastante frecuencia. Se ve hasta a niños jugar en la plaza principal, dominada por una escultura en homenaje a François el Hajj, un importante general originario del poblado y asesinado con un atentado con coche bomba en Beirut, poco antes de convertirse, previsiblemente, en jefe del Estado Mayor.

La sensación es extraña. Se oyen de fondo los drones y el rugido de los cazabombarderos israelíes. También alguna explosión ocasional, o se ve aparecer alguna columna de humo. Pero la gente (tanto los libaneses como los refugiados sirios que siguen trabajando allí en la agricultura) se mueve sin miedo. Unas 400 familias se han quedado o han regresado, en parte por sus cultivos (los hombres siguen poniendo a secar las hojas de tabaco, clave en la economía de la zona), en parte porque Beirut es mucho más caro, explica Nimr Alam, profesor de 45 años. El problema es más bien entrar o salir de Rmeish. Él mismo evita las carreteras más bombardeadas por la aviación israelí cuando va a la capital a visitar a su familia.

Wadia, de 36 años, conserva suficientes clientes como para mantener abierta su peluquería en la plaza. “No cerré ni el 8 de octubre. Ni el 9, ni el 10… Esto es más seguro que Beirut. Lo único de lo que tengo miedo es de que caiga aquí un misil del partido. Los de los israelíes son más precisos. No me gustan los israelíes, obviamente, pero no son una amenaza para mí. Aquí no hay Estado, solo el partido”, subraya mientras seca el pelo a un cliente.

Wadia no necesita especificar a qué partido se refiere. Es el Partido de Dios, el significado de la palabra Hezbolá. Cuenta que sus milicianos “han lanzado granadas desde los bosques de los alrededores e intentado colarse” en Rmeish. “Una vez los chicos del pueblo tuvimos que salir a decirles que se fuesen”, agrega.

Se refiere a un episodio del pasado marzo que acabó cobrando entidad nacional. Una mañana, un joven local identificó dos coches desconocidos circulando cerca de la escuela del pueblo. Se acercó, llegó a la conclusión de que eran miembros de Hezbolá que se disponían a colocar una lanzadera de proyectiles anticarro y avisó al resto. Los jóvenes se congregaron para echarlos y la discusión acabó con los presuntos milicianos disparando al aire para alejarlos y los jóvenes de Rmeish haciendo sonar las campanas de la iglesia para alertar al resto.

El líder de las falanges cristianas, Sami Gemayel, no tardó en pronunciarse: “Plena solidaridad con nuestra gente en Rmeish”, escribió Gemayel, sobrino del dirigente (el Bashir de la famosa película Vals con Bashir) cuyo asesinato en 1982 generó la conocida masacre de palestinos y chiíes en Sabrá y Chatila, con el entonces ministro israelí de Defensa, Ariel Sharón, como “responsable indirecto” por mirar hacia otro lado y seguir iluminando la zona, según determinó una comisión de investigación israelí.

“Saben desde 2006 que somos gente de paz. Ni siquiera sabemos disparar. Les hemos dicho que no entren aquí. Hemos ido a sus casas a decirles educadamente que nos dejen vivir en paz, tranquilamente. Por lo general lo han aceptado, pero algunos lo han intentado y los hemos echado”, asegura Nayib El Amil, el cura al que todos lo llaman aquí père (padre), herencia del mandato colonial francés (1920-1943), en el que Líbano obtuvo la independencia y los maronitas contaban con una posición privilegiada. Consciente de que pocos olvidan la alianza entre Israel y las falanges maronitas durante la ocupación del sur de Líbano, El Amil reta a Hezbolá “a encontrar un solo cristiano que sea un traidor desde 2000″. Es cuando Israel retiró sus últimos soldados y se trajo a sus aliados locales durante la ocupación. Su vida peligraba de haberse quedado en Líbano.

Hezbolá emitió un comunicado para desmentir con vehemencia “las noticias falsas y maliciosas” de que “la Resistencia Islámica intentó disparar cohetes contra el enemigo sionista desde dentro de la localidad de Rmeish o cerca de la escuela o del pueblo en general”. E insistió en que sus combatientes solo abren fuego desde zonas despobladas, para no poner en riesgo a la población civil.

Fuese verdad o un malentendido, el incidente tocó muchas heridas, peor o mejor cicatrizadas. Ya en 2022, Verde sin Fronteras (una ONG ecologista acusada de tapadera de Hezbolá) montó una estructura cerca del pueblo. Los vecinos montaron en cólera y acabó interviniendo hasta el patriarca maronita, Bechara Boutros Al Rai, para lograr su desmantelamiento.

Con una estructura confesional que aboca al fracaso cualquier idea de ciudadanía compartida, Líbano se desangró durante 15 años de guerra civil (1975-1990). Hoy, tras décadas de alianzas cambiantes y aparentemente contra natura, está políticamente dividido en dos grandes bloques, sobre todo con respecto a su posición en torno al poder de Hezbolá. Siguen sin consensuar desde 2022 qué líder cristiano debe ocupar la presidencia, un puesto vacante que elige al primer ministro, cuyo mandato también ha expirado y ocupa de forma interina el suní Nayib Mikati.

Igual que el asiento de presidente, la escuela pública está vacía. Como todas las del sur de Líbano, donde la guerra ha desplazado a 94.000 personas y suspendido las clases presenciales por seguridad. Sus 185 alumnos entre primaria y técnica las siguen como pueden por videoconferencia.

Una decena de camas de hospital ocupa ahora una de las aulas. Hay también cajas con medicamentos y material médico básico. Es un aprendizaje de la guerra de 2006, que comenzó cuando Hezbolá lanzó una letal emboscada sorpresa contra una patrulla militar en Israel (tras seis años de tensión sobre las disputadas Granjas de Shebaa) e Israel invadió la zona de inmediato. Hasta 20.000 desplazados acabaron en la localidad, repartidos entre el convento, la escuela y casas particulares, recuerda Alam, uno de los responsables de que la escuela parezca desde el mismo 8 de octubre un hospital de campaña que no han tenido que utilizar. “Los israelíes bombardearon entonces muchas carreteras, así que muchos sanitarios no podían llegar a los sitios. Aprendimos que las guerras empiezan por sorpresa y hay que estar preparados”, cuenta Alam, con un crucifijo al cuello y un tatuaje con las palabras: “Que se haga tu voluntad”.

Aunque los habitantes de Rmeish no se han sumado a los combates, las consecuencias les han acabado llegando. La situación lleva días escalando de forma peligrosa: el martes, el ejército israelí asesinó al mando de Hezbolá de mayor rango en los ocho meses de enfrentamientos; y la milicia se vengó con su mayor oleada de proyectiles: 215. Israel lleva días bombardeando intensamente, incluido con fósforo blanco (como han probado varias ONG de derechos humanos) y con proyectiles para generar incendios, como los que han causado al otro lado de la frontera drones explosivos de Hezbolá. El miércoles, el fuego comenzó a engullir olivares y plantaciones de tabaco de las familias de Rmeish, que apenas habían podido cultivar o recolectar, por los bombardeos israelíes. El pueblo sigue siendo seguro. Los alrededores, no.

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