Aunque la temida ola extremista no se materializó por completo en las elecciones del Parlamento Europeo, a la extrema derecha le fue bien en Italia, Austria, Alemania y, especialmente, Francia. Además, sus últimas victorias se dieron inmediatamente después de grandes desplazamientos hacia los partidos de extrema derecha en Hungría, Italia, Austria, los Países Bajos y Suecia, entre otros. No se puede despachar la rotunda victoria en Francia del partido de Marine Le Pen —la Agrupación Nacional (antes llamado Frente Nacional)— como un mero voto de protesta; el partido ya controla muchos gobiernos locales y el éxito que logró este mes llevó al presidente, Emmanuel Macron, a convocar elecciones anticipadas, una apuesta que podría otorgarle la mayoría parlamentaria.

En cierta forma, no hay en ello nada nuevo. Ya sabíamos que la democracia experimentaba cada vez más dificultades en todo el mundo y hacía frente a desafíos cada vez más intensos de los partidos autoritarios. Además, las encuestas muestran que un sector cada vez mayor de la población está perdiendo confianza en las instituciones democráticas. De todas maneras, el avance de la extrema derecha entre los votantes más jóvenes es especialmente preocupante. Nadie puede negar que estas últimas elecciones fueron una llamada de atención, pero a menos que entendamos las causas de esa tendencia es poco probable que los esfuerzos para proteger a la democracia del colapso institucional y el extremismo tengan éxito.

La explicación simple a la crisis de la democracia en el mundo industrializado es que el desempeño del sistema no cumplió todo lo prometido: en Estados Unidos el ingreso real (ajustado por inflación) de los sectores que ocupan la parte inferior y media de la distribución de ingresos se ha mantenido casi igual desde 1980, y los políticos electos no hicieron mucho al respecto. En gran parte de Europa ocurrió algo similar, el crecimiento económico ha sido deslucido, especialmente desde 2008. Aun cuando el desempleo de los jóvenes cayó recientemente, ha constituido uno de los principales problemas económicos, tanto en Francia como en muchos otros países de la región.

Se suponía que el modelo democrático occidental crearía empleos, estabilidad y bienes públicos de alta calidad; y aunque en gran medida lo logró después de la II Guerra Mundial, se viene quedando corto en casi todos los aspectos desde 1980. Los responsables políticos, tanto de la izquierda como de la derecha, continuaron promocionando políticas diseñadas por expertos y gestionadas por tecnócratas extremadamente cualificados… pero no solo fueron incapaces de crear una prosperidad compartida, sino que prepararon el terreno para la crisis financiera de 2008, que eliminó todo barniz de éxito subsistente. La mayoría de los votantes llegaron entonces a la conclusión de que a los políticos les importaban más los banqueros que los trabajadores.

Un estudio que publiqué junto con Nicolás Ajzenman, Cevat Giray Aksoy, Martin Fiszbein y Carlos Molina muestra que los votantes suelen apoyar a las instituciones democráticas cuando disfrutan de manera directa de su capacidad para producir crecimiento económico, gobiernos sin corrupción, estabilidad social y económica, servicios públicos y bajos niveles de desigualdad. Por lo tanto, no sorprende que cuando no satisfacen esas condiciones pierdan apoyo. Además, aun cuando los líderes democráticos se han centrado en políticas capaces de mejorar las condiciones de vida de la mayor parte de la población, no lo han comunicado eficazmente. Por ejemplo, Francia debe reformar su sistema de pensiones para encaminarse hacia un crecimiento más sostenible, pero Macron fue incapaz de lograr que el público aceptara la solución que propuso.

Los líderes democráticos están cada vez más desconectados de las preocupaciones más profundas de la población. En el caso francés, eso refleja en parte el estilo personalista de liderazgo de Macron, pero también la pérdida más amplia de confianza en las instituciones, así como el papel de las redes sociales para fomentar la polarización (tanto en la derecha como la izquierda) y empujar a gran parte de la población hacia cámaras de resonancia ideológicas.

A los responsables políticos y los políticos dominantes también se les escapó en alguna medida la turbulencia económica y cultural que causa la inmigración a gran escala: en Europa, una porción significativa de la población expresó su preocupación por la inmigración masiva desde Oriente durante la última década, pero los políticos centristas (especialmente los líderes de centro-izquierda) se demoraron en tomar cartas en el asunto. Eso creó una gran oportunidad para los partidos extremistas antiinmigración, como los Demócratas de Suecia y el Partido por la Libertad neerlandés, que desde entonces han pasado a ser parte de coaliciones, formales o informales, con los partidos gobernantes.

Los desafíos que dificultan la prosperidad compartida serán un problema mayor en la era de la IA y la automatización, justo cuando crece la preocupación por el cambio climático, las pandemias, la inmigración masiva y las diversas amenazas a la paz regional y mundial. Pero la democracia sigue siendo el modelo mejor preparado para lidiar con esos problemas; la evidencia histórica y actual deja en claro que la capacidad de respuesta de los regímenes no democráticos a las necesidades de la población es menor, y que son menos eficaces a la hora de ayudar a los ciudadanos desfavorecidos. Independientemente de lo que pueda prometer el modelo chino, la evidencia muestra que los regímenes no democráticos reducen el crecimiento a largo plazo.

De todos modos, las instituciones democráticas y los líderes políticos tendrán que renovar su compromiso con la construcción de una economía justa. Eso implica priorizar a los trabajadores y ciudadanos comunes por encima de las multinacionales y los bancos, y fomentar la confianza en las tecnocracias adecuadas; la existencia de funcionarios distantes que se dediquen a imponer políticas no favorecerá para resolver los retos globales. Para hacer frente al cambio climático, el desempleo, la desigualdad, la IA y los trastornos que causa la globalización, las democracias deben combinar el conocimiento experto con el apoyo público.

No será fácil, porque muchos votantes desconfían de los partidos de centro. Aunque la izquierda dura —como la de Jean-Luc Mélenchon en Francia— goza de una credibilidad mayor que la de los políticos en el poder en términos de su compromiso con los trabajadores e independencia de los intereses de la banca y las empresas globales, no queda claro que las políticas populistas de izquierda vayan a crear la economía que quieren los votantes. Esto sugiere una opción para los partidos centristas: pueden comenzar con un manifiesto que rechace la lealtad ciega a las multinacionales y la globalización desregulada, y ofrecer un plan factible y claro para combinar el crecimiento con la reducción de la desigualdad. También deben lograr un equilibrio más certero entre la apertura y la fijación de límites razonables a la migración. Si en la segunda ronda de las elecciones parlamentarias francesas suficientes votantes apoyan a los partidos prodemocracia en lugar de a la Agrupación Nacional, es muy posible que la apuesta de Macron funcione; pero incluso en ese caso las cosas no pueden seguir como antes. Para recuperar el apoyo y la confianza de la ciudadanía, la democracia debe ser más favorable a los trabajadores y a la equidad.

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