Muchos momentos solemnes están cargados de necesidad de silencio y la lectura es uno de ellos. Una manifestación de protesta por un acto cruel es otro ejemplo de estos: miles de personas se arremolinan y se unen en torno a un silencio que simboliza muchas cosas pero ninguna de ellas representa ausencia de comunicación.

Existe el “minuto de silencio” como señal de duelo en muchos rincones, y el silencio es también para mucha gente calma, tranquilidad y sosiego, muy cercano a sus interpretaciones en muchas religiones y escuelas de pensamiento. Además, el silencio —en forma de voces que callan— ha clausurado momentos de libertad para dar paso a épocas de represión (recordemos que esta palabra cierra La casa de Bernarda Alba, de García Lorca). También ha abierto espacios para otras formas de comprensión de la realidad a través de miradas (o la ausencia de éstas), gestos y el simple tictac de un reloj, como sucede en la pieza La cantante calva de Ionesco, donde las pausas representan carencia de entendimiento, o en la eterna incertidumbre de Esperando a Godot, de Samuel Beckett.

Alain Corbin, en su ensayo Historia del silencio, apunta que es errónea la asociación entre el silencio y ausencia de ruido. En una forma de transparencia aérea, nos dice, el silencio “vuelve las percepciones más claras (…) y nos revela la dimensión de gozos inexpresables”. En esa frontera es donde quiero situarme.

El elevado nivel de ruido en la escuela actual es el gran enemigo del libro y todo lo que este representa para la estimulación del aprendizaje. Un viejo amigo, docente también, me recordaba hace años la urgencia de medir los decibelios dentro de cualquier colegio o instituto. Llegó a proponer en mi centro un proyecto para estudiar el ruido en pasillos, recreos y aulas. Nunca llegó a prosperar: medir el volumen sonoro, en medio de la teatralidad educativa que produce centelleos de experiencias efímeras no es ni rentable ni aparentemente prioritario, a pesar de que hoy distintas aplicaciones móviles nos facilitan hacerlo.

Incluso las propias efemérides en torno a la lectura, que tienen como cúspide la celebración del Día del Libro cada 23 de abril, pueden, en su enfoque pedagógico, llegar a convertirse en desfiles de vacuidades estruendosas. Si no fijamos bien sus objetivos o su propio sentido, en ellas a veces lo de menos pudiera ser leer, poner voz a personajes que saltan del escenario a nuestra mente, interrogarnos sobre cómo podría sonar el timbre de un narrador o el del llamado “yo poético”, honda expresión de la intimidad.

Defiendo en este artículo que nuestras escuelas no sean solo espacios de protección para la cultura libresca, sino que lo sean para su hermanamiento con el silencio como patrimonio inmaterial humano y requisito para la sensibilidad artística.

Las aulas, al igual que debieran protegerse del calor o el frío extremo, tendrían que ser por su singularidad entornos sensoriales donde los sonidos externos no armónicos fuesen expulsados. Esta es la fórmula que nos habilita para explorar los matices que ofrece una lectura como pausa contra la contaminación. Un centro acogedor es aquel donde se escucha, donde se lee y donde se entiende al otro. Donde se conversa sosegadamente y se puede recitar poesía sin grandes despliegues. Y para ello hace falta una gran revolución del silencio.

Pienso que las personas con el llamado Trastorno del Espectro Autista (TEA), tan deseosas de la intimidad y recelosas de ciertas experiencias sociales, pueden responder a muchas de las incógnitas de este occidente tan infectado en lo acústico. A algunas de ellas, ahora también sometidas a las restricciones del uso de esos móviles que les sirven de refugio para su necesidad de exploración, a veces las veo buscar en su día a día parcelas silenciosas para poder estar a solas y leer. Silencio y lecturas son bienes preciados que afanosamente debemos cuidar para poder favorecer los ambientes de crecimiento intelectual en cualquier escuela. Esos estudiantes, tras sus etiquetas de TEA, son hoy también héroes del silencio que nos dan lecciones a los demás.

Sonidos acústicos a veces estridentes para marcar el cambio de hora combaten contra la imperiosa necesidad de escuchar los sonidos que emanan de un libro. En medio de la multiplicidad de estímulos y requerimientos, cualquier plan de lectura se convierte en rutinario, cuando debería ser la matriz inspiradora de toda vida educativa. La voz del narrador, la sinestesia, la repetición de la estructura verbal o la sonoridad del verso son elementos literarios que no se entienden si no comprendemos el valor del silencio.

El silencio que requiere la vivencia lectora no precisa ni mucho menos de que todo el alumnado esté callado. De hecho, para este silencio lector se precisa agudizar las experiencias sensoriales (entre ellas las auditivas) para poder disfrutar de un libro o de una conversación sobre unas páginas, una estrofa, una escena o un capítulo. ¿Quién no ha oído hablar alguna vez mientras lee a un personaje de una novela? ¿Acaso una narración no está repleta de ecos que activan en nuestro cerebro voces familiares que pueden guardar semejanza con las de los protagonistas de las obras?

De entre otras historias de lecturas y héroes del silencio, siempre me han asombrado las capacidades cognitivas que desarrollan las personas sordas para poder leer y adquirir la necesaria conciencia fonológica. De hecho, la normalización de las lenguas de signos en nuestro sistema educativo podría convertir a los libros en los instrumentos inclusivos perfectos, ahora que se habla tanto de accesibilidad educativa.

Determinados estudios científicos revelan apasionantes hallazgos para suplir los déficits lingüísticos de aquellas niñas y niños que perciben otros sonidos en el silencio cuando aprenden a leer y escribir. Al final, las lecturas decodifican el mundo para todos, también para las personas sordas, aunque lleguen a ello a través de diferentes caminos. Por ello, la incorporación, por ejemplo, de la Lengua de Signos Española (LSE) a cualquier experiencia de aprendizaje, cultura y ocio desde la infancia debe conducir a la necesaria equidad lectora de la que tan poco se habla.

Mi defensa de la lectura en la escuela a partir de las voces de los héroes del silencio acaba con el recuerdo de una película de mi niñez, El oso, y otra que he visto alguna vez con mis hijos, la fantástica Wall-E. Ambas están unidas por la ausencia de diálogos, y representan una apasionante odisea de la comunicación, en un viaje profundo hacia la naturaleza humana, sus peligros y sus emociones.

De pequeño, a la par que crecía rodeado de libros y junto a una madre que poco a poco perdía audición a causa de una enfermedad degenerativa, aprendí a leer el mundo proyectando junto a mí padre películas mudas de Charles Chaplin los domingos por la tarde en el cine del pueblo. Hoy, cuando leo, recuerdo los rincones de esos silencios que viajan en mi memoria. Los mismos rincones que me llevan a pensar que cada vez que se lee un libro en una escuela hay un momento para ese heroísmo que debe recuperarse y universalizarse, como imperativo básico de nuestra era. El heroísmo del silencio.

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