Es pecado. Matar. Torear. El buenismo se ha metido hasta en los ruedos. Ahí lo tienes sacudiendo el trapo para que el toro se quite del medio. El mundo moderno no soporta, no aguanta la muerte. De ahí que a los viejos los metemos en los baúles. Los apiñamos en las residencias, ahí los dejamos menguar como si fueran mangos. Ahí se nos pudren, esperando la última cornada, la que te deja sin garganta. La muerte nos ha metido, hundido, el morro hasta en la sopa, asqueando todos nuestros días. De pronto, y sin guadaña, la teníamos segando con alegría.

Por eso la corrida es pecado. Porque te estampa en la cara lo que eres, lo que somos, seres de carne que un casi nada, un pellizco, hace arder como si fuéramos bichos de papel, animales que berrean, maman, que no saben cómo salir de esta, cómo escaparse ilesos de este toril que nos pinza el pezón. Para los que duran, para los que perduran, para los que se dejan llevar por los años, se quedan viejos, hundidos, sin voz, con los cuerpos que se empinan, que se caen a pique, para los que las cuerdas vocales ni les cantan, ella se hace más lenta, pero es la misma sin piedad.

De pronto dejamos de bailar, la sangre se nos mete hasta las cejas, dejamos de tener los ojos color cereza. Esperamos entonces, sin remedio, como los trigos, que algo, que alguien, nos afeite el moflete, el pescuezo, que algo nos raje la garganta para siempre, hasta nunca. Y, sin embargo, el sol va menguando. La tarde se hace más ancha. El día se hace más rubio, más redondo. Ahí los tienes los dos, capeando, buscándose el beso, dándose la vida, atragantándose con la muerte. Él, espigado, toreando hacia adentro, hacia afuera, el cuerpo metido entre los pitones, bailando a la vertical, porque así se recibe la vida, de proa, sin tapujos.

Algunos torean en endecasílabos, otros manejan la muleta como si estuvieran barnizando el lienzo. A veces, el arte se invita en el ruedo, y entonces caes hacia arriba, es lo que llamamos la gracia. El tiempo deja de mover la coleta, se para como una escopeta antes del diásporo, se para porque la belleza lo atraviesa, le parte el fémur, la tibia, toda la tubería. El silencio teclea las vértebras de las gradas. El sol deja de trinar, se pone de lado, y desde la barandilla del cielo, mira como lo que ve si fuera una primera vez, un hasta siempre.

Lo sabemos, la cultura no es ajena a los toros. Uno de los más bellos libros que se haya escrito es el de Michel Leiris con Francis Bacon, y solo habla de eso, cómo un toro busca a un hombre, cómo este se empeña en darle cara. Por no mencionar Goya, Picasso, Hemingway, las artes están repletas, rebozan de toreo. Porque sobre el ruedo rasea la muerte. Ahí lo tienes él, alfiler, corcho, hombre, con el corazón abotonado a los huesos, y, a escasos metros, el quirófano por si la cornada le entra hasta en el muelle, y le deja hecho un trapo. La corrida no es de derechas ni de izquierdas, ni de oestes ni de estes. Lorca, asesinado por ser “socialista, masón y homosexual”, amaba los toros como nadie, consideraba que esa boda de sangre era “la fiesta más culta del mundo”, que era puro romancero, puro duende.

Porque eso hace el torero, se la juega, a las cinco de la tarde, en el ruedo. A veces, la mayoría de las veces, el duende ni se asoma por el ruedo, corretea la tarde, el animal mira el otro animal con sus ojos de búho, y no pasa nada, solo derrame, solo un puchero de sangre. Pero a veces todo se salva, el duende se hace goyesco, o barroco, o silencio. Entonces el viento se lleva los algodones, entonces la sangre se abre color ciruela, la vida se muere, y eso somos, ese alivio, ese olvido, que se desangra, que los años van espetando, y sí nos vamos berreando. Sobre las gradas los vivos tiemblan como cipreses. Pecho hundido el toro embiste. En los ojos le tiemblan las higueras. El toro acaba de entrar a matar.

Vivimos en un mundo de encerronas. Sociedades que se cierran, ojos que se ciegan. Defender el toreo es defender la sociedad abierta. Ese mundo medio perdido por el que abogaba Karl Popper. Defender el toreo es defender la libertad, la bondad, la humildad, todos esos valores pueblerinos, los pregonaba, solitario, Isaiah Berlin. El buenismo tiene aires de santidad, huele a rancio, a cañería, a prohibido, a no hagas. El buenismo quiere manosear los sesos, decir lo que uno y otro tienen que pensar, imponer, prohibir, regentar. Escribe, nos dice, como si fueras un perro apagado, un can sin cuerdas vocales ni genitales. Pinta como un zueco, para que me pueda colgar algo lindo sobre la pared, algo que no hierre, que no moleste, algo que truene, que me deje dormir en paz, aunque me quede sin tubería ni nada que me cornee, que me haga caer hacia arriba, que no me deje ni morir ni vivir.

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